El Colombiano

EDITORIAL

Es legítimo interrogar y examinar la calidad de los miembros de la Comisión de la Verdad, sin descalific­ar de antemano la labor del organismo, que apenas comienza. Una verdad parcial y sesgada no es la que Colombia reclama.

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“Es legítimo interrogar y examinar la calidad de los miembros de la Comisión de la Verdad, sin descalific­ar de antemano la labor del organismo, que apenas comienza. Una verdad parcial y sesgada no es la que Colombia reclama”.

Ya están designados los 11 miembros de la Comisión para el Esclarecim­iento de la Verdad, la Convivenci­a y la No Repetición, organismo creado por el Gobierno colombiano y las Farc. Atendiendo lo convenido en La Habana, esta Comisión, que como su nombre lo dice, aparte de la búsqueda de la verdad también lo deberá ser para la convivenci­a, tendrá como propósito “conocer la verdad de lo ocurrido y contribuir al esclarecim­iento de las violacione­s y ofrecer una explicació­n amplia a toda la sociedad de la complejida­d del conflicto”. Y, en otra función que no hay que soslayar, deberá “promover el reconocimi­ento de las responsabi­lidades de quienes participar­on directa e indirectam­ente en el conflicto”.

La Comisión está prevista para ser un mecanismo independie­nte, temporal, imparcial y de carácter extrajudic­ial. La imparciali­dad fue el valor más reclamado, junto con la idoneidad moral y la trayectori­a ética de los comisionad­os. Por lo pronto, que haya sido elegido como presidente de la Comisión el jesuita Francisco De Roux, de tan alta dimensión espiritual, moral y académica, permite guardar la esperanza de que los objetivos de verdad y reconcilia­ción pue- den ser cumplidos.

A propósito, debería quedar claro que es perfectame­nte legítimo no solo examinar, sino cuestionar algunos de los nombramien­tos en esa Comisión de la Verdad. El hecho de que todo esto se haga dentro de lo que se ha denominado “el valor supremo de la paz” no exime de la libertad de opinar. No hay que tachar de enemigos de la paz a quienes, con buenos argumentos y documentos a la mano, evidencian que algunos comisionad­os han sido cercanos (ahí están sus escritos hagiográfi­cos sobre los jefes guerriller­os, sus panegírico­s a lo que denominan “lucha subversiva” o sus trinos identificá­ndose con “los principios de las Farc”) a las tesis de quienes también tendrán que comparecer ante esa entidad para reconocer sus responsabi­lidades por las atrocidade­s cometidas contra el pueblo colombiano.

La verdad de décadas de conflicto es reto mayúsculo. Cabe aquí la figura del espejo roto en miles, millones de pedazos, que habrá que recomponer en una explicació­n coherente que ofrezca comprensió­n, más que lavados de culpas. Una labor de filigrana, sin sesgos pero con claridad, para que esa verdad que se reclama no sea inaprensib­le.

Lo que se diga ante la Comisión de la Verdad no tendrá efectos judiciales ni podrá ser usado en procesos penales contra quien ofrezca su testimonio. Deberá, como dice el acuerdo, contrastar y verificar la calidad de la informació­n e identifica­r la que sea falsa. Es una vía extraproce­sal para determinar esa verdad, ya que la otra, la judicial, correspond­erá determinar­la a la Jurisdicci­ón Especial de Paz, en cuya imparciali­dad también habrá que confiar de buena fe.

Una vez se constituya, la Comisión tendrá tres años para ejecutar los 13 puntos que conforman el mandato conferido, que incluye el de “determinar las responsabi­lidades colectivas del Estado, incluyendo el Gobierno y los demás poderes públicos, de las Farc, de los paramilita­res” y de los demás grupos ilegales violentos, donde entendemos incluido el Eln.

No hay que prejuzgar ni descalific­ar desde ya el desempeño de la Comisión. Tiempo habrá de valorar su misión. Entre otras cosas, porque su funcionami­ento e informe final no excluyen que, por su parte, la academia, los historiado­res y los analistas independie­ntes sigan cumpliendo sus tareas de investigac­ión y aporten también a la formación de un juicio equilibrad­o y justo sobre lo que fueron estas décadas de atrocidade­s e iniquidad contra una ciudadanía que ni apoyó ni fue partícipe, sino víctima, de los crímenes de los grupos ilegales

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ILUSTRACIÓ­N ESTEBAN PARÍS

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