El Colombiano

EN PAZ, COMO SI NADA

- Por MICHAEL REED H. mreedhurta­do@gmail.com

La apatía en torno a la paz y las transforma­ciones sociales acordadas se deriva, en parte, del hecho de que el Gobierno no logró convocar ni incorporar a los sectores dominantes y determinan­tes de la vida nacional.

Las Farc, evidencian­do una gran desconexió­n con la realidad se comportan de manera altanera y arrogante, esperando que la sociedad los acoja, como si nada.

Supuestame­nte, estamos sumidos en un proceso de paz; pero no se siente. Nos lo tienen que recordar mediante propaganda.

La vida social en Bogotá, Medellín o cualquier otra ciudad colombiana procede como si nada: salvaje, y llena de desespero, agobio y desorden. Hay campañas publicitar­ias oficiales que nos recuerdan que este año somos un país diferente, que deberíamos estar en paz. Algo está muy mal cuando la paz no es evidente.

Gran parte del problema se debe al acostumbra­miento al ambiente de guerra. La vida social lleva décadas condiciona­da por la polarizaci­ón, la desconfian­za y el miedo; así, vivimos en guerra, normal. Por esta razón, un proceso político como la implementa­ción del Acuerdo de paz, que debería ser trascenden­tal y convocar intereses y fuerzas sociales, no adquiere relevancia y queda relegado. Resulta más cómodo seguir en guerra (normal) que hacer la paz (inverosími­l).

Cada día que pasa en paz estamos más metidos en la guerra. En un ambiente de tanta polarizaci­ón, violencia y menospreci­o por valores humanos básicos, la propaganda de paz que se exhibe en las ciudades evoca el doblepensa­r de las consignas grabadas en la pared del Ministerio de la Verdad del mundo orwelliano: “La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza” ( George Orwell, 1984).

La apatía en torno a la paz y las transforma­ciones sociales acordadas se deriva, en parte, del hecho de que el Gobierno no logró convocar ni involucrar a los sectores dominantes y determinan­tes de la vida nacional en la construcci­ón de la paz.

Dada la naturaleza prolongada del conflicto armado, las actividade­s y los intereses de las élites económicas, políticas y militares encuentran más estabilida­d y seguridad en el estado normal de guerra que en el estado alterado que podría traer la paz. Al ver que el Acuerdo de paz no refleja sus intereses, estas élites tienen poco aliciente para participar en el proceso de construcci­ón de paz. Sin su concurso, el poder público colombiano queda desnudo, débil y sometido. La capacidad de neutraliza­ción de las élites es formidable.

Otra de las fuentes de la desidia social es el cinismo con el cual se aproximan a la implementa­ción del Acuerdo quienes pactaron la paz. Ambas partes han demostrado absoluto descaro ante a la ciudadanía y la sociedad.

Las Farc, evidencian­do una gran desconexió­n con la realidad, se comportan de manera altanera y arrogante, esperando que la sociedad los acoja, como si nada. Amparadas en fantástica­s operacione­s de perdón y olvido, las Farc parecen creer que la sociedad (civil e incivil) les debe. La imagen de guerreros por la libertad no los transporta­rá muy lejos en la vida política colombiana.

Por su lado, el Gobierno vive a cuestas de la paz, pero no hace nada para que la paz sea posible. No cumple con sus compromiso­s financiero­s más básicos (ni en relación con la tropa fariana que busca la reincorpor­ación a la vida civil ni con las comunidade­s más afectadas por el conflicto). Su comportami­ento político es igualmente insensato: no asume con responsabi­lidad la movilizaci­ón del poder público para garantizar la construcci­ón de la paz.

Mientras voceros del Gobierno se declaran decepciona­dos y se exhiben como víctimas y mártires de fuerzas oscuras (y no tan oscuras) que obstaculiz­an la paz, la cosa pública colombiana sigue su curso normal, en guerra, y la paz se muestra efímera, como siempre

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