EDITORIAL
Es un derecho de los electores conocer la hoja de vida y trayectoria de todos los candidatos. Y un deber examinarlas. Hay que ofrecerles elementos sin dualidades en los juicios éticos.
“Es un derecho de los electores conocer la hoja de vida y trayectoria de todos los candidatos. Y un deber examinarlas. Hay que ofrecerles elementos sin dualidades en los juicios éticos”.
En la conformación de las listas de candidatos para el Congreso, no solo se repiten nombres y apellidos asociados desde tiempos inmemoriales con dinastías políticas, algo inevitable en las democracias, sino que, de nuevo, se incluyen en ellas a familiares cercanos de aquellos que han sido condenados por diversos delitos, o que están siendo investigados por los organismos competentes para determinar sus eventuales responsabilidades.
No hay inhabilidades legales para que una persona se inscriba como candidato si tiene parientes condenados o sub judice. Efectivamente, como han repetido de forma insistente los jefes de los partidos y movimientos políticos todos estos días, no hay culpabilidades políticas que se transmitan por consanguinidad. Quienes se presentan como candidatos y tienen sus hojas de vida, por lo menos formalmente, limpias de tachas, podrán presentarse ante sus electores y formularles sus propuestas. Los electores, por su parte, tienen el derecho de escoger, y el deber de valorar con juicio crítico los antecedentes y circunstancias que rodean a esos candidatos y a medir las consecuencias de depositar su voto por ellos.
Obviamente los partidos po- líticos, sus dirigentes, escogen argumentos para defender la confección de sus listas, y jamás van a decir en público que de lo que se trata, a como dé lugar, es de posicionarse para tener la mayor cantidad posible de curules, sin que las calidades éticas sean lo primordial en sus cálculos. De lo que se trata al escoger a familiares de políticos cuestionados o con trayectorias manchadas es de aprovechar las redes clientelares y las estructuras electorales de quienes dejan paso a sus herederos. Así, no hay obstáculos desde la ley, y el fin justifica los medios: ese caudal electoral, sea cual haya sido la forma de amasarlo, sirve a los intereses de los partidos.
Varias organizaciones y fundaciones han emitido informes donde hacen un listado de candidatos con vínculos ya sea con políticos cuestionados o con organizaciones ilegales. Hay algunos que, en efecto, ya han sido condenados por la justicia. Otros están acusados o solo investigados. Otros son incluidos en cuanto no se amoldan a la corriente ideológica de quienes hacen esos informes. Sobresale también un evidente sesgo en el juicio ético: se considera muy grave cualquier nexo con grupos ilegales pero se omite cualquier consideración sobre vínculos o pertenencia directa a la guerrilla, como si el proceso de paz hubiese extendido un lavado de antecedentes, aun sin comenzar a operar la Jurisdicción Especial de Paz.
Si se quiere ser coherente, es válido, necesario, un deber cívico incluso, escudriñar la hoja de vida de todos los candidatos. Pero no se puede incurrir en el contrasentido de aplicar los valores éticos a unos, y anularlos por completo frente a otros. Así suene incómodo, hay que recordar que el poder público colombiano (Ejecutivo, Legislativo, Judicial) dio por buena no solo la participación política, sino elegibilidad y anulación de inhabilidades e incompatibilidades para quienes cometieron cualquier tipo de crímenes y hayan participado en el proceso de paz.
A esa decisión se le han dado toda clase de explicaciones, agrupadas bajo el lema “los preferimos echando lengua en el Congreso que bala en el monte”. Pero el debate ético sigue en el vacío, ante el silencio de muchos intelectuales que han apoyado el proceso de paz. Todavía es tiempo de que ofrezcan argumentos –de ética, no de pragmática política– de por qué sí es éticamente admisible y justificable que llegue a las instituciones quien personalmente o desde la cúpula de una organización armada ilegal, ha cometido toda clase de crímenes contra los colombianos