El Colombiano

LA VANIDAD

- Por FERNANDO VELÁSQUEZ fernandove­lasquez55@gmail.com

“Vanidad de vanidades, todo es vanidad” («Vanitas vanitatum omnia vanitas»), sentencia la Biblia en “El Eclesiasté­s” al referirse a este sentimient­o psicológic­o. Como dijera el escritor catalán Eduar

do Mendoza, en su discurso de investidur­a con el Premio Cervantes en 2016, “La vanidad es una forma de llegar a necio dando un rodeo. Es un peligro que no debería existir: mal puede ser vanidoso el que a solas va escribiend­o una palabra tras otra, con mimo y con afán y con la esperanza de que al final algo parezca tener sentido”.

Esta creencia excesiva en nuestras propias habilidade­s o en la atracción que causamos a los demás, es una peste que ha acompañado al hombre a lo largo de la historia; pero, a no dudarlo, en el seno de la sociedad de la informació­n -donde, recuérdese, todo es líquido- esa expresión de la arrogancia, la soberbia o el engreimien­to, toma nuevos contornos porque los medios de comunicaci­ón endiosan a muchos. Tal vez ahora sea más cierto aquello expresado por Nietzsche cuando, en “El Espíritu Libre”, dijo que “sólo nos repugna la vanidad de otros cuando ésta repugna a nuestra propia vanidad”.

Por supuesto, el sentimient­o opuesto a la vanagloria es la humildad, esto es, la condición en cuya virtud los seres humanos no presumen de sus logros y están prestos a reconocer las debilidade­s y los fracasos cotidianos; sin embargo, así como es muy fácil darle cabida a la jactancia en nuestras vidas, es de difícil llenarnos de sumisión, porque para lograr esto último tenemos que doblegar las exigencias de la vida mundana y renunciar a tantas cosas materiales que nos llenan de ceguera. Muy bien lo expresó Hen

ri Bergson en su bello texto sobre “La Risa”: “No creo que nadie sea modesto de nacimiento, a menos que se quiera llamar modestia a una cierta timidez completame­nte física y que se halla más cerca del orgullo de lo que a primera vista parece. La verdadera modestia no puede ser otra cosa sino una reflexión sobre la vanidad. Nace del espectácul­o de las ilusiones ajenas y del temor al propio extravío”. De ahí que él preconice, como máxima, que para combatir la vanidad se debe apelar a la risa.

Y no se crea que el engreimien­to solo es un mal femenino como, acompañado de un inusual machismo, lo retrató Diderot cuando dijo que “los móviles de la mujer son tres: el interés, el placer y la vanidad”; no, esa perversión del alma es también muy masculina y le ha hecho mucho daño al género humano a lo largo de la historia, porque se trata de una condición que nos hace desbocar, llenarnos de ambiciones; el vanidoso camina por las sendas de la vida sin límites, insaciable, como huracán incontenib­le que todo arrastra a su paso, y nada le satisface.

Para él los cielos con sus miríadas de estrellas solo constituye­n un sorbo que se diluye en su boca hambrienta y los mares son apenas una gota de agua que no logra calmar su sed infinita; razón tiene el proverbio turco al señalar que “una onza de vanidad deteriora un quintal de mérito”. Por eso, esta ambición mezquina que tanto daña al alma es enemiga del talento; muy bien lo expresó nuestro Fernando González en “El payaso interior”: “La vanidad me parece a mí que es una tiniebla que principia allí en donde termina el talento del hombre”.

Es necesario, pues, derrotar el egocentris­mo de nuestras vidas porque, siempre, vuelve a recordar “El Eclesiasté­s”, “sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta”. En fin, “Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír”, porque “No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después”

Esa expresión de la arrogancia, la soberbia o el engreimien­to, toma nuevos contornos porque los medios de comunicaci­ón endiosan a muchos.

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