UN AGUINALDO A MITAD DE AÑO
Una empresa de cervezas que absorbió a otra hace una década, se dio a la tarea de encontrar a los dueños de unas acciones que estaban ahí desde tiempos ha, sin que hubieran sido sometidas a ninguna transacción, para comprárselas a ellos o a sus descendientes, en caso de que los titulares ya hubieran fallecido. Y los encontraron, no sé si a todos, pero por lo menos a los de esta historia, sí. Un gesto de honestidad difícil de creer en tiempos de tanta corrupción, pero así fue.
Un directivo de aquella compañía, brincando de dato en dato, logró encontrar a la hija de un viejo accionista del que no tenían noticias desde hacía más de medio siglo, y le dio instrucciones para que su familia procediera a reclamar el valor de las acciones. Ella le pidió que le dijera de cuánto estaban hablando, para saber si valía la pena iniciar el engorroso proceso. “No puedo darle cifras en este momento, pero vale la pena. Con decirle que cada uno de los hijos de don P. podría comprar una casa…”. Y eran diez. Claro que el señor no dijo casas de cuánto, pero la perspectiva era muy halagüeña.
Hubo reunión familiar para enterarlos a todos. ¡Los habían buscado para entregarles un tesoro escondido del que ninguno tenía ni la más remota idea! Hubo sorpresa, alegría y esperanza: Los que tenían algo, porque tendrían más, y los que no tenían nada, porque recibirían algo. Hicieron polla para adivinar el monto misterioso y pusieron manos a la obra para reclamar esa herencia tardía que nadie esperaba.
Contrataron una abogada e iniciaron los trámites para acreditar a los herederos legítimos de aquel campesino visionario que, cincuenta años atrás, había comprado un lote de acciones que nunca apareció, ni siquiera en la sucesión que siguió tras su muerte.
En el proceso, que tardó largos meses, apareció una señora supuestamente casada con don P., que sería la heredera de la mitad de las acciones. En broma, los he- rederos la llamaban “mamita Irene”, pero demostraron que la esposa legítima de don P. había muerto veinte años atrás, quince después de él. Más se demoró aquella empresa en convocar a sus accionistas para comprarles las acciones, que un cartel de impostores en aparecer para tratar de robárselas. Algunos fueron debidamente capturados y están en la cárcel, incluida la falsa esposa.
Superada la suplantación, llegó un nubarrón que por poco hace agua la fiesta. Las dichosas acciones estaban a nombre de una de las hijas de don P., ya fallecida también, de modo que técnica y legalmente, pasaban a ser propiedad de su único hijo. Los otros nueve herederos, si bien se alegraron por él, sentían el mismo desconsuelo de los culiprontos ganadores de la lotería que se gastan la mitad del premio en una fiesta y descubren al otro día, muy enguayabados, que su número no había sido el ganador.
Pero hay gente de oro. El nuevo dueño de las acciones, fue enfático: “Aquí no ha pasado nada. Seguimos siendo diez y lo que sea se dividirá en partes iguales. Punto”.
Aquel aguinaldo llegó a mitad de año, más grande de lo que todos pensaban, y a la alegría de recibirlo se le sumó un componente más: La satisfacción de saber que don P. había dejado, para sus descendientes, un legado más valioso que el dinero…
¡Los habían buscado para entregarles un tesoro escondido del que ninguno tenía ni la más remota idea! Hubo sorpresa y esperanza. Hasta apareció un cartel de impostores para tratar de robárselos.