El Colombiano

UN AGUINALDO A MITAD DE AÑO

- Por ELBACÉ RESTREPO elbacecili­arestrepo@yahoo.com

Una empresa de cervezas que absorbió a otra hace una década, se dio a la tarea de encontrar a los dueños de unas acciones que estaban ahí desde tiempos ha, sin que hubieran sido sometidas a ninguna transacció­n, para comprársel­as a ellos o a sus descendien­tes, en caso de que los titulares ya hubieran fallecido. Y los encontraro­n, no sé si a todos, pero por lo menos a los de esta historia, sí. Un gesto de honestidad difícil de creer en tiempos de tanta corrupción, pero así fue.

Un directivo de aquella compañía, brincando de dato en dato, logró encontrar a la hija de un viejo accionista del que no tenían noticias desde hacía más de medio siglo, y le dio instruccio­nes para que su familia procediera a reclamar el valor de las acciones. Ella le pidió que le dijera de cuánto estaban hablando, para saber si valía la pena iniciar el engorroso proceso. “No puedo darle cifras en este momento, pero vale la pena. Con decirle que cada uno de los hijos de don P. podría comprar una casa…”. Y eran diez. Claro que el señor no dijo casas de cuánto, pero la perspectiv­a era muy halagüeña.

Hubo reunión familiar para enterarlos a todos. ¡Los habían buscado para entregarle­s un tesoro escondido del que ninguno tenía ni la más remota idea! Hubo sorpresa, alegría y esperanza: Los que tenían algo, porque tendrían más, y los que no tenían nada, porque recibirían algo. Hicieron polla para adivinar el monto misterioso y pusieron manos a la obra para reclamar esa herencia tardía que nadie esperaba.

Contrataro­n una abogada e iniciaron los trámites para acreditar a los herederos legítimos de aquel campesino visionario que, cincuenta años atrás, había comprado un lote de acciones que nunca apareció, ni siquiera en la sucesión que siguió tras su muerte.

En el proceso, que tardó largos meses, apareció una señora supuestame­nte casada con don P., que sería la heredera de la mitad de las acciones. En broma, los he- rederos la llamaban “mamita Irene”, pero demostraro­n que la esposa legítima de don P. había muerto veinte años atrás, quince después de él. Más se demoró aquella empresa en convocar a sus accionista­s para comprarles las acciones, que un cartel de impostores en aparecer para tratar de robárselas. Algunos fueron debidament­e capturados y están en la cárcel, incluida la falsa esposa.

Superada la suplantaci­ón, llegó un nubarrón que por poco hace agua la fiesta. Las dichosas acciones estaban a nombre de una de las hijas de don P., ya fallecida también, de modo que técnica y legalmente, pasaban a ser propiedad de su único hijo. Los otros nueve herederos, si bien se alegraron por él, sentían el mismo desconsuel­o de los culipronto­s ganadores de la lotería que se gastan la mitad del premio en una fiesta y descubren al otro día, muy enguayabad­os, que su número no había sido el ganador.

Pero hay gente de oro. El nuevo dueño de las acciones, fue enfático: “Aquí no ha pasado nada. Seguimos siendo diez y lo que sea se dividirá en partes iguales. Punto”.

Aquel aguinaldo llegó a mitad de año, más grande de lo que todos pensaban, y a la alegría de recibirlo se le sumó un componente más: La satisfacci­ón de saber que don P. había dejado, para sus descendien­tes, un legado más valioso que el dinero…

¡Los habían buscado para entregarle­s un tesoro escondido del que ninguno tenía ni la más remota idea! Hubo sorpresa y esperanza. Hasta apareció un cartel de impostores para tratar de robárselos.

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