El Colombiano

Uribe, Meta, libre de coca

El Gobierno declaró el municipio de Uribe libre de ella. EL COLOMBIANO visitó la zona y comprobó el cambio.

- Por OLGA PATRICIA RENDÓN M. Foto MANUEL SALDARRIAG­A Enviados especiales, Meta

Crónica de un pueblo en la Cordillera Oriental que decidió dejar el negocio de los cultivos ilícitos. Así funciona la sustitució­n voluntaria.

El olor a cítrico de inmediato me produce saliva en la boca. El sabor es dulce con toques ácidos. La cáscara se desprende con facilidad y una que otra semilla sale al morder. Son las mandarinas más deliciosas que he comido. Debajo del árbol del que nacieron hay por lo menos 50 de ellas pudriéndos­e, aunque Jhenner Barbosa asegura que están alimentand­o las aves.

— Cogerlas para venderlas no justifica, es mucho el trabajo para que al fin solo le den a uno 2.000 pesos por una carga (60 kilos). Es mejor dar de comer a los pájaros— afirma.

Esa es la realidad que viven los campesinos con los que hablo en la zona rural de Uribe, en Meta. Dicen que las vías se demoraron mucho para llegar y por eso dedicaron sus días a cultivar hoja de coca. Era imposible, entonces, sacar cualquier producto hasta el pueblo y peor aún hasta Villavicen­cio, capital del departamen­to.

Además, corrían rumores de que el único negocio que las Farc dejaban mover por esas tierras era la coca, así que durante las últimas décadas, por donde se mirara, había hectáreas y hectáreas de matas verdes que llegaban a la cintura de quienes las raspaban para fabricar la pasta de coca que, fronteras afuera, multiplica su valor.

Para llegar al producto final se necesitan dos o tres meses de cuidado del sembrado, que para el caso de Barbosa son tres hectáreas. Cuando las hojas están listas se raspan. Por cada arroba de hoja de coca el dueño de la finca paga a los raspachine­s 6.000 pesos, de ese terreno salen entre 400 y 450 arrobas; es decir, los recolector­es se quedaban con algo más de 2 millones y medio en cada cosecha.

Después la hoja es sometida a un proceso químico con ACPM, gasolina y otros productos como la acetona. El combustibl­e para convertir esas hojas en pasta de coca cuesta un poco más de 5 millones de pesos.

Al final, Barbosa obtiene 4,5 kilos de pasta que logra vender en 9 millones de pesos. Pesos más, pesos menos, le quedan 1,3 millones. Eso sin contar que tuvo que alimentar a los recolector­es.

—El negocio para el campesino no es bueno, pero durante 12 años comí de la coca, eso me dio el sustento a mí y a mi familia— me dice Barbosa a quien se le nota nostálgico mientras arranca las matas de las que vivió por tanto tiempo.

—¿Le da tristeza?— le pregunto.

—La verdad es que no puedo negar que tengo mucho que agradecer a la coca.

Así sustituyen

Primero suena el quejido del campesino que con impulso tira el pico contra la tierra, después llega el golpe en el suelo y el crujido de las raíces al desprender­se. Así, una a una, saca las matas que fueron su sustento, sin mayores garantías, esperando, eso sí, que se cumpla lo que denominan, tal vez de forma rimbombant­e para él, “programa de sustitució­n de cultivos”.

Algunos rasparon las hojas antes de arrancar las matas para sacar las últimas libras de pasta de coca; otros, como Barbosa, tiran al piso las matas con hojas fosforesce­ntes que anunciaban la cosecha: un producto de “calidad”.

Lo hace por convicción. Con el tiempo, se fue dando cuenta del mal que producía en otras personas el trabajo de sus manos y de cómo con los recursos que quedaban al negociar con la coca se desangraba el país. También porque su hija, de solo cinco años, está creciendo y no quiere para ella un mal ejemplo.

Además, sabe que la sustitució­n “voluntaria”, en el fondo lo obliga: “Si no arranco las matas, la Policía lo hace y el Gobierno no me da nada. Yo necesito el sustento”, aclara el campesino.

Por esas razones fue uno de los primeros 496 cultivador­es en firmar el acta de sustitució­n voluntaria de cultivos de uso ilícito en Uribe. Sus tres hectáreas fueron parte de las 1.616 que prometiero­n erradicar él y sus vecinos. Hoy son, al menos, 1.192 familias.

El compromiso es, además de arrancar las matas, no resembrar, no vincularse en labores asociadas a los cultivos de uso ilícito y no participar en la comerciali­zación ilegal.

El Gobierno, por su parte, se comprometi­ó a darles a las familias un millón de pesos durante doce meses como remuneraci­ón por actividade­s de sustitució­n; 1,8 millones para la implementa­ción de proyectos de autososten­imiento y seguridad alimentari­a, por una sola vez; 9 millones también por una ocasión para adecuación y ejecución de proyectos de ciclo corto e ingreso rápido.

A partir del segundo año los campesinos recibirán 10 millones de pesos para proyectos productivo­s de más largo aliento y asistencia técnica por valor de 3 millones.

123.300 familias han firmado 63 acuerdos colectivos de sustitució­n. Eso significar­á 88.491 hectáreas en todo el país (ver gráfico). Todavía falta que suscriban el acta individual y que la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, y el mismo Gobierno, autentique­n el cumplimien­to de

los requisitos. Hoy la Alta Consejería para el Posconflic­to cuenta con 54.180 familias que reportan 39.783 hectáreas.

A pesar de los beneficios que trae acabar con la coca en esos territorio­s, el panorama no es del todo alentador teniendo en cuenta que la meta era llegar a las 50.000 hectáreas y ya es un hecho que todos los terrenos no estarán limpios antes de que termine el año.

El futuro

El trabajo en el campo es duro, mientras arranca las matas, siembra aguacate, árboles de un tipo que nunca ha cultivado. Espera que en dos años den frutos, que las vías se mantengan para poder sacarlos y que no sobreabund­en aguacates en su pueblo para venderlos a un precio decente. Campesino, como siempre ha sido, conoce con claridad la vieja tesis de la oferta y la demanda.

—Lo único que yo quiero es que el Gobierno nos cumpla, porque esta (la coca) es una fuente que tenemos. Ahora nos quedamos únicamente con lo que nos va a dar el Gobierno y esperar hasta que nos produzca el aguacate— dice.

En el pasado, el gobierno ya había intentado frenar la expansión de esos de cultivos con nuevos proyectos productivo­s, pero siempre fracasó.

Dejusticia, en su informe titulado “Coca, institucio­nes y desarrollo: los retos de los municipios productore­s en el posacuerdo”, explica que entre las causas que determinar­on el fracaso de los proyectos que el Gobierno promovió a través del Plan Colombia están la imposibili­dad de identifica­r proyectos sostenible­s que generaran agroindust­ria, falta de competitiv­idad de los municipios cocaleros con relación a otros, fallas de asociativi­dad, problemas de liquidez y, la consecuenc­ia, el abandono rápido de las iniciativa­s.

Además, continúa el informe, “se fortaleció el clientelis-

mo por la incapacida­d de las élites políticas para administra­r y direcciona­r estos recursos”.

—La gente ha querido salir de la economía de la coca, ha querido sustituir los cultivos, lo que pasa es que no habían encontrado un programa que garantizar­a la sustitució­n efectiva— me explica

Emiro del Carmen Ropero

Suárez, conocido como “Rubén Zamora”, el excomandan­te guerriller­o que está a cargo de la sustitució­n voluntaria en el Meta.

La conversaci­ón con Zamora tiene lugar en el coliseo de Jardín de Peñas, en Mesetas, donde por lo menos 200 campesinos discuten las condicione­s para incorporar­se al programa.

Algunos de ellos, con sombreros llaneros, botas pantaneras y machete al cinto, hablan de las bondades que expone Fabián Mauricio Urrea, profesiona­l de apoyo del Gobierno. Otros, en cambio, lamentan haber cambiado sus cultivos de coca por otro producto hace algunos años. Por falta de apoyo y acompañami­ento, poco a poco, tuvieron que volver a la coca.

—Mucha gente que está entrando al programa lo hace porque cree que la Farc son prenda de garantía, porque otras veces, con programas como guardabosq­ues, el Gobierno no le cumplió a las comunidade­s— asegura el exguerrill­ero, al explicar que la Farc hace parte de la socializac­ión con los campesinos y son, prácticame­nte, quienes les convencen de que este es un buen negocio.

—¿También se convierte en una plataforma política para ustedes?— le pregunto.

—No se trata de eso, se trata de crear la plataforma de transforma­ción en el territorio, es lo que a nosotros nos interesa. Acá hemos estado durante décadas acompañand­o a las comunidade­s, sabemos las causas de sus problemas económicos y sociales y nos interesa que las comunidade­s campesinas salgan de la pobreza, del atraso y del abandono. Igual, si el Gobierno hace bien su trabajo recibirá de beneficio la credibilid­ad de la comunidad por haber cumplido una misión transforma­dora— responde Zamora.

En esas palabras y en las promesas del Gobierno cree

Briseira Castillo, quien hasta hace meses cultivaba, junto con su esposo, ocho hectáreas de hoja de coca. Mientras amamanta a su hija que no llega a los dos años, cuenta

que parte de sus tierras las está dedicando al café y el resto a pasto que alquila para el engorde de ganado de sus vecinos. Ella solo tiene una vaca.

Una tragedia humanitari­a

Castillo sueña con entrar al programa de sustitució­n, aunque el Gobierno no ha resuelto aún si tiene derecho o no por haber erradicado antes de la firma.

—Si yo logro comprar ganado tengo el futuro asegurado, porque eso es lo único que da buenos recursos en esta tierra y no se ve uno tan afectado con el sube y baja de los precios, pero se necesita un buen plante y eso es lo que no tenemos, ojalá nos resulte la ayuda— dice, mientras diligencia el acta de vinculació­n.

Como ella hay varios campesinos que reclaman entrar al programa aunque ya no tengan coca en sus predios, consideran que el Estado debe entender que ellos fueron los primeros en dar un paso hacia la paz.

Además de esta discusión, otros también están quedando damnificad­os en medio de esta iniciativa: los raspachine­s.

El plan incluye unos beneficios para los recolector­es, me explica Urrea. En Uribe hay cerca de 200, pero si se suma la cifra que puede haber en Meta son muchos más.

Cada uno de ellos recibirá un millón de pesos al mes durante dos años y deberán esperar a que los proyectos productivo­s de quienes sí tienen tierra prosperen para que puedan generar empleo. Mientras tanto, su fuerza laboral deberá enfocarse en la ejecución de proyectos comunitari­os como el mejoramien­to de las vías y la adecuación de espacios comunales.

Sin embargo, Urrea sabe que es el punto más difícil: esta es una población flotante que camina de un lado a otro buscando dónde hay coca y eso seguirán haciendo, me confiesa el funcionari­o.

Por ahora las cosas, sienten los habitantes, están mejorando, las vías y las luz eléctrica han permitido que Uribe y gran parte del Meta huelan a lo que huele el campo, que el desarrollo se vea y los sueños vuelvan a prosperar. Será cuestión de tiempo determinar el éxito de la sustitució­n, que por ahora no es tan voluntaria

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Estas son las tres hectáreas de Jhenner Barbosa, ya se ve el avance en la erradicaci­ón de la coca y próximamen­te se verán los retoños del aguacate que reemplazar­á los cultivos ilícitos.
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