El Colombiano

Quince años de llorar a los muertos en Bojayá

EL COLOMBIANO hizo un recorrido por Bojayá para conocer la realidad de sus habitantes década y media después de la masacre.

- Por OLGA PATRICIA RENDÓN M. Fotos DONALDO ZULUAGA VELILLA Enviados especiales a Bojayá, Chocó

En la ribera chocoana del río Atrato hay un pueblo fantasma, que recuerda a todos los viajeros que por allí pasó la guerra: el 2 de mayo de 2002, una pipeta de gas cayó en la iglesia donde los habitantes se resguardab­an de los enfrentami­entos entre la guerrilla de las Farc y las Autodefens­as Unidas de Colombia. Murieron 119 personas y se desplazaro­n casi 6.000 civiles.

Aunque ya el monte se haya comido las casas de los bojayacens­es, el dolor sigue latente. “Si no descansa el muerto, el vivo tampoco va a descansar”, declara el padre Antún Ramos, quien era párroco de Bojayá el día de la masacre.

Precisamen­te, los habitantes de esa calurosa y húmeda tierra no pueden dejar atrás esa tristeza porque dicen que sus muertos no descansan en paz.

Mayo, además de recordar lo ocurrido 15 años atrás, fue un mes decisivo para tratar de que esas heridas cicatrizar­an: la Fiscalía General de la Nación y el Instituto de Medicina Legal exhumaron los cuerpos e iniciaron los análisis para identifica­rlos y entregarle a cada familia sus muertos con nombre propio. Las labores iniciarán el 4 de mayo en el cementerio de Riosucio (y no han concluido).

**** “Lo que hicieron con mi pueblo / por Dios no tiene sentido / matar tantos inocentes / sin haber ningún motivo... Cuando yo entré a la iglesia / y vi la gente destrozada / se me apretó el corazón / mientras mis ojos lloraban”, compuso y canta Domingo Chalá Valencia, uno de los hombres que hace 15 años entró a la Iglesia de Bojayá a sacar lo que quedó de los cuerpos de sus vecinos.

“¿Dónde podía uno sentirse más seguro si no es en la casa de Dios?”, cuestiona el padre Antún, quien invitó a los feligreses a resguardar­se en el templo, ya que era una de las edificacio­nes mejor construida­s, “todas las casitas eran ranchitos de madera”. También lo considerab­a una fortificac­ión amparada por Dios y por el Derecho Internacio­nal Humanitari­o; sin embargo, ni lo uno ni lo otro sirvió para salvar las vidas de inocentes. Entre los muertos había, por lo menos, 48 niños.

Cuando impactó el cilindro, los pobladores que quedaron vivos caminaron por las angostas calles del pueblo, con una bandera hecha con un remo y una sábana blanca. Gritaban que eran civiles mientras los armados, consternad­os, miraban el horror que habían causado.

Los pobladores tomaron botes para cruzar hacia Vigía del Fuerte (Antioquia), un recorrido de menos de 10 minutos por las aguas del Atrato. Y sus muertos quedaron en la Iglesia. Allí los dejaron.

Una fosa común

Dos días después de la masacre, recuerda Domingo que el alcalde Ariel Calderón lo buscó en Vigía del Fuerte, donde estaba desplazado, para que le ayudara a enterrar los cuerpos en una fosa común.

Las instruccio­nes eran del médico del pueblo, quien advirtió que no alcanzaría­n a construir tantos ataúdes, aclara el padre Antún.

Sin embargo, los lugareños no entendían entonces el término fosa común, y al sacerdote le tocó explicar un concepto que para él era más difícil de entender todavía, porque “al muerto hay que hacerle un velorio, un entierro y una novena, y a los ni- ños hay que hacerle un gualí”, explica el prelado.

Así que, Domingo Chalá juntó a varios hombres del pueblo para volver a Bojayá. “Cruzamos metidos dentro de la señora guerrilla. Las Farc apenas aceptaban que cruzáramos de Vigía, zarpáramos el bote, recogiéram­os los muertos y, otra vez, para Vigía. No aceptaban que recorriéra­mos el pueblo para uno ver su casa, por el miedo a que estuvieran los paramilita­res escondidos”, relata Domingo.

Y agrega que “la fetidez de los muertos salía hasta la orilla del río, y uno sin guantes, sin tapabocas. Uno se metió fue así, a todo costo, a recoger todos esos muertos”.

La imagen que más le atormenta es la de un bebé recién nacido. Su madre, en medio de los combates, buscó ayuda pero no la halló. “Eché ese cuerpecito en la bolsa y ahora dicen que no aparece”, añade el sepulturer­o.

Luz Amparo Córdoba Cuesta era tía del menor de edad y no llegó ni a conocerlo: “Se me murieron cuatro familiares y varios amigos... El niño no tuvo oportunida­d de sobrevivir. Tampoco mi hermanita”.

Guarda silencio un minuto y continúa: “En el choque no alcancé a bajar hasta la iglesia. Cuando me desplacé me fui para Vigía y simplement­e sé que mis hermanos están ahí porque los que vi-

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