AGUJEROS DE MIERDA
Los charlatanes viven su edad dorada. Atrás quedaron los tiempos en los que acompañaban a gitanos y circos por todo el mundo vendiendo crecepelos cocinados en sirope, remedios contra las fiebres disueltos en miel o jarabes de hierbas para curar desde un dolor de muelas a los pesares del desamor. Gracias a las redes sociales y a una humanidad en la que el conocimiento general ha quedado reducido a la Wikipedia y la formación a un clic del Google, los timadores de hoy embaucan a los mismos crédulos de siempre pero en cantidades masivas. Desde los telepredicadores de manual de autoayuda a los profetas del bitcoin, cualquier sacamuelas dispone de altavoces gratuitos capaces de difundir hasta el infinito farsas barnizadas por la realidad virtual de internet. En esa “nube” que aparece y desa- parece por arte de birlibirloque han hecho fortuna también los populismos. Buena prueba de ello la tenemos en Trump, cuya mayor virtud es su capacidad para condensar en “flashes” las sandeces más increíbles.
El matón de la clase ha zurrado ahora a dos pequeños países, El Salvador y Haití, a los que ha llamado “agujeros de mierda”.
Como el agravio no ha recibido justa respuesta, me veo en la obligación de recordarle a Trump un par de cosas. La primera, es que no sabe de lo que habla. Dudo mucho de que, al margen de algún certamen de belleza neumática, Trump haya visitado estos países. Y por visitar me refiero a recorrer sus pueblos y detenerse a conversar con los lugareños corrientes, no a navegar en el yate de algún mafioso.
Por vericuetos de la vida, da la casualidad de que conozco El Salvador como la palma de mi mano y, sinceramente, dista mucho de ser un “agujero de mierda”. No hablo desde el afecto que siento por un país que llevo en mi corazón sino desde la realidad de quien ha atravesado sus tierras de cabo a rabo.
Es innegable que El Salvador tiene la tasa de homicidios intencionados más alta del mundo (108,6 por cada 100.000 habitantes, según datos del Banco Mundial de 2015), pero también lo es que uno puede llevar las ventanillas bajadas del coche por las principales avenidas de su capital disfrutando de la cálida brisa sin temor a que lo acribillen y que los centros comerciales están repletos todos los días. Desde sus volcanes y sus pueblos coloniales a una costa en desarrollo en la que abundan los hoteles boutique de superlujo, El Salvador es un país muy recomendable. Es innegable que la pobreza existe, como en Haití, pero no esperen encontrarse en Somalia.
El Salvador es un país en pleno desarrollo en el que la violencia de las maras ha rebasado los guettos. Sin embargo, Estados Unidos no puede presumir de ser un país seguro. Su tasa de homicidios general está por debajo de la media mundial (4,9 sobre 5,3), pero dista mucho de aproximarse a la de los países menos violentos (en España es del 0,7 y en Alemania está por debajo del 1). Y viene aquí mi segundo recordatorio para Trump.
Puestos a hablar de “agujeros de mierda”, el presidente de EE. UU. debería darse una vuelta por el centro de Los Ángeles, una ciudad en la que ha aumentado un 23 % la cifra de los “sin techo”, y en particular por el barrio conocido como Skid Row, un “agujero de mierda” de manual en el que malviven a la intemperie parte de los 58.000 vagabundos del condado. Y de paso, Trump debería responder a algunas cuestiones. Entre ellas por qué ha crecido por primera vez en siete años el número de personas sin hogar en todo Estados Unidos y por qué vuelven a deambular por ciudades y pueblos miles de zombies enganchados a la heroína, que se llevó por sobredosis a 64.000 estadounidenses el año pasado. Una epidemia, causada por la prescripción masiva de opiáceos, que ha llevado a declarar la emergencia sanitaria.
Agujeros de mierda hay a patadas, señor Trump. Solo tiene que mirarse el ombligo más a menudo