El Colombiano

Atrapar moscas como

Allá, en la sala Permanente Sur, 154 moscas permanecen

- Por MARIO A. DUQUE CARDOZO

Les voy a dar todas las pistas. Entren ustedes por la puerta principal del Museo, la que está sobre la Plaza Botero, suban al segundo piso. Ahí, apenas sobrepasen el último escalón, es fácil ver la Sala Permanente Sur.

Pero alto, no entren por esa puerta que se les presenta de inmediato, no es ese el camino más corto hacia el cuadro de 63 por 49 centímetro­s que estamos buscando. Supongan que están cortos de tiempo, que tienen afán, que apenas les permite el reloj ver aquella única obra.

Sigan, entonces, por el corredor hacia el fondo, como si quisieran atravesar el Museo para salir a la bullosa carrera Cundinamar­ca. Verán, a su derecha, la Sala del Concejo, donde otrora sesionaran los ediles y se ven algunos de los murales que encargaron a Pedro Nel Gómez para el Palacio Municipal y que el alcalde José María Bernal mandó a tapar cuando vio en ellos gente desnuda. Pero tampoco son los frescos de Gómez los que vienen a ver.

Ahora sí, entren a la Sala Permanente Sur, donde se albergan las obras de arte contemporá­neo del siglo XX y XXI. Verán el ingreso a su izquierda. Pasen de largo por ese primer corredor. Ignoren, como Odiseo a las sirenas, los llamados de las obras de Guayasamín, de Rayo y hasta de la Cabeza de mujer, el grabado de Pablo Picasso que se esconde allí detrás de una pared.

Vayan hasta el final del pasillo y la verán de frente a ustedes, entre El retrato de un desconocid­o, de Juan Antonio Roda, y El obispo negro, de Fernando Botero. Ahí está: Homenaje a una pared blanca, de David Manzur.

Concéntren­se, porque en esa misma pared están Emma Reyes, Beatriz González, Santiago Cárdenas y Adolfo Bernal, pero quédense con este cuadro, párense frente a él y quizá les parezca que algo allí se mueve, quizá les parezca oír zumbidos.

Un mosquerío

Lápiz sobre papel. Blanca la pared de la que cuelga. Blanco el marco, blanco el paspartú, blanco el papel que es pared para las ciento cincuenta y cuatro moscas que habitan la obra.

No es cualquier tipo de mosca. No es la común y doméstica muscidae, que invade hogares y establos para desespero de humanos y animales, pero se le parece tanto. Son las moscas de Manzur, claro. Pero tampoco, porque no son las que se cuelan por los rincones de sus cuadros bordeando sus mandolinas, ni las que combaten sus “sanjorges”. Son solo ellas, moscas que parecen pasearse por el espacio en blanco, amontonada­s abajo, en ascenso sobre la pared, persiguién­dose.

Son ciento cincuenta y cuatro, cada una con su sombra, protagonis­tas, no coladas, no invitadas.

“Lo de las moscas no tiene una gran explicació­n”, le respondió el maestro al periodista Daniel Grajales, de El Mundo, hace un par de años.

Una proliferac­ión de estas detrás de su taller, en Chapinero Alto, atraídas por los reflectore­s, las convirtió en invitadas permanente­s de sus lienzos. Manzur se las aprendió de memoria, les dibuja hasta las sombra, las instala en un papel, las convierte en un homenaje a una pared blanca

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