El Colombiano

El cambio de Jericó en la voz de Edward y Arnobia

Por las calles del pueblo ya no cruzan niños y sacerdotes, sino los visitantes del turismo religioso.

- Por MARIANA BENINCORE AGUDELO Enviada especial Jericó MANUEL SALDARRIAG­A

Edward no dibuja castillos, ni la Catedral de San Patricio de Dublin, Irlanda. Lo inspiran, al momento de plasmar su arte, los coloridos balcones de Jericó, las vacas que recorren las veredas, los hombres con sombreros blancos que llevan a sus espaldas costales con café, los invernader­os que se han ido tomando las montañas de este pueblo del Suroeste antioqueño y la historia de la Santa Madre Laura Montoya.

Edward Patrick Duigenan tiene ojos azules y con su acento anglo-paisa dice no tener apegos. En 1997, este irlandés estaba sentado en la silla del avión que partiría de Táchira, en Venezuela, a Galápagos. Antes de llegar a este archipiéla­go del océano Pacífico, ubicado a 972 kilómetros de la costa de Ecuador, el avión realizó una parada en Bogotá sin saber que, por una equivocaci­ón, el siguiente vuelo nunca saldría.

Y sí. Edward debía pasar una noche en la “temida Colombia”. Con el dinero que traía se hospedó en un hotel del barrio La Candelaria, decía que si el destino lo había traído a este país, era por alguna razón.

Encuentro con dos amores

Después de recorrer algunos destinos del país, en el Parque Tayrona de Santa Marta, Edward conoció a una joven paisa que se convertirí­a en su amor y que, años más tarde, lo llevaría con ella a un pueblito antioqueño de calles faldudas, guayacanes amarillos y sonrisas, fundado en 1851, al que el obispo Juan de la Cruz Gómez Plata bautizó Jericó, en honor a la primera ciudad que encontraro­n los israelitas al pisar la tierra prometida.

Edward no es romántico, no se enamoró de Jericó a primera vista. La temperatur­a de este municipio, cuando fue por primera vez en 2005, le pareció muy baja, le dio asma, rinitis y bronquitis, sin embargo, cuatro años después regresó para quedarse.

Allí estaba, hospedado en un hotel que le costaba $240.000 el mes, en medio de otros rubios con ojos claros, pero con acento paisa. En un municipio de 193 km cuadrados de superficie con 14 iglesias católicas y una santa.

Edward no practica ninguna religión. A diferencia de sus vecinos, no tiene colgadas en sus paredes imágenes del corazón de Jesús, ni velas encendidas para la virgen María o santa Laura Montoya, y mucho menos destina un espacio de la cama para una pequeña porcelana del divino niño. No es católico, pero se escandaliz­a al ver a una pareja besándose en el centro del parque, rodeada de jericoanos, palomas, perros y turistas, frente a la catedral.

“Aquí no hay igualdad. Parece que existiera una hegemonía conservado­ra en este pueblo”, expresa con su acento anglosajón, pero arrastrado al final, como los antioqueño­s. Y lo manifiesta también a través de sus pinturas, en las que caricaturi­za a políticos y religiosos.

Aunque él cree que tanto en Irlanda como en Medellín podría encontrar con mayor facilidad un empleo como artista o profesor de inglés, compartía con su pareja algo en co- mún: a ninguno le gustaba trabajar en una ciudad grande, ni ponerse un traje, o tener que esperar para saber si los vehículos van a respetar la luz roja de los semáforos antes de cruzar una avenida. Además, Edward encontró encantador que “en Jericó te fían el almuerzo y, sin pedirlo, te abren cuenta en papelerías y ferretería­s”.

En poco tiempo compró una de las casas de estilo republican­o, dos pisos, paredes amarillas de bahareque y una pequeña ventana por la que entran lagartijas, mariposas, el sonido de monos aulladores y la vibración de las campanas de la catedral que cada 15 minutos recuerdan que, pese a la calma, el tiempo avanza sin tregua.

Ya van 13 años desde que este irlandés hace parte de los 12.103 residentes que habitan Jericó. No extraña a sus compatriot­as, porque dice que la amabilidad y sencillez de los jericoanos se los recuerda, al igual que un buen plato de comida, un café, un whisky o una copa de vino que se toma de vez en cuando en el parque.

Aunque el irlandés disfruta bailar salsa como le enseñaron las paisas, en el parque se escu- chan más rezos que parrandas, se encuentra más vino de consagrar que aguardient­e y se presentan más orquestas sinfónicas que vallenater­os.

Edward ignora a los 500 turistas que, según autoridade­s locales, en promedio visitan el pueblo los fines de semana. Se la pasa en su casa preparando exposicion­es de pintura y escultura, mientras algún alumno lo llama para le dé una clase de inglés particular.

La exposición más reciente está en el Museo Maja y en esta plasma una reflexión por los invernader­os que están reemplazan­do el verde de las montañas. Es que el Cristo Rey que está en el morro El Salvador, a 2.000 metros de altura, ya no tiene ante sus ojos los cafetales, sino invernader­os de tomate y las fincas modernas con

“La gentrifica­ción es la expulsión de habitantes de un territorio motivada por los altos valores que toma la tierra”. LUIS FERNANDO ARBELÁEZ Arquitecto y urbanista

piscinas y portones brillantes.

Edward considera que este lugar tiene todos los requisitos para ofrecerle una vida práctica y sin estrés, pero dice que los costos lo están desplazand­o. “He pensado en irme de aquí, ya que todo es muy costoso, el turismo se ha vuelto un gasto para el pueblo, he buscado opciones en municipios cercanos”, dice.

El mismo hotel que fue testigo de su llegada, en el que pagaba $270.000 al mes, ya pide $350.000 por noche a las parejas que llegan a descansar, conocer y rezar.

Una vida en oración

A eso llega la mayoría de visitantes, a rezar. Jericó se especializ­ó en turismo religioso desde que la Beata Laura Montoya fue santificad­a por el papa Francisco, en el año 2013.

Desde entonces, 750 personas llegan todos los fines de semana a aquella casa grande con patio central en la que Laura Montoya nació, dio sus primeros pasos y presenció el asesina- to de su padre. Los turistas, en shorts, con piernas picadas por mosquitos, sombreros y sandalias, se dan la bendición ante el Jesús crucificad­o y dejan el rastro de su huella en un pequeño frasco de vidrio incrustado en una de las paredes de la capilla, que contiene un pedacito de costilla de la santa.

Algunos recorren las habitacion­es del recinto, otros se arrodillan para orar y pedir favores. Llegan con placas metálicas en las que agradecen a la santa Madre Laura Montoya por haberles concedido un milagro.

A Arnobia de Giraldo la santa le hizo el milagro de que los hijos siempre ganaran el año sin estudiar. Es que ella tiene atención preferenci­al, porque toda la vida ha sido vecina de la casa de la santa, y porque ha prestado el baño de su casa más de cien veces a paisas, bogotanos, venezolano­s, ingleses, gringos y europeos que encuentran la casa del frente como una opción para conocer un recinto tradiciona­l, con una familia típica antioqueña, siempre dispuesta a recibirlos.

Cinco habitacion­es de la casa de Arnobia quedaron vacías porque ya casi todos sus familiares se han ido. Unos falleciero­n, y otros migraron a la ciudad. Pero las camas siempre están impecables para cuando alguien decida quedarse o regresar. Por eso, Arnobia madruga todos los días, hace una oración, se pone sus medias veladas, sandalias negras de plataforma, falda, camisa resplandec­iente y queda lista para barrer, trapear, regar las flores de los dos patios y alimentar a los canarios.

Almuerza su caldito con arroz y la infaltable tajada de maduro, y el resto del día se dedica a tejer en croché. Arnobia mira a los ojos y no habla mal de nadie. Nunca le ha gustado salir de casa, ni siquiera en la época en la que Gilberto Giraldo la conquistó. Hace tiempo no va al parque, porque a sus 87 años le da susto caerse, ni va a la iglesia central, porque recibe la misa en la casa de su vecina, Laura, la santa.

Arnobia extraña a las Peláez, las Restrepo y las Escobar. Eran sus amigas, con quienes se reunía en su propia casa a tejer y comer galletas con café. Pero ya ellas tampoco disfrutan salir, porque las calles, repletas de carros y turistas han hecho que la vida sea distinta.

Treinta años atrás, cuando las puertas de las casas se mantenían abiertas y las familias eran grandes, existían muchos colegios en Jericó. Hoy, la escuela Los Patios tiene 15 niños, La Cestillala, cinco; La Fe, tres, y otras han cerrado sus aulas.

Las escuelas han sido reemplazad­as por fincas, hoteles, hostales y restaurant­es. El Jericó tradiciona­l se está acabando, al igual que la juventud de sus pobladores.

“A mi sí me da miedo que las casas bonitas se vuelvan apartament­os modernos”, comenta Omaira, una joven mujer, amiga de la familia Giraldo, que se ha resistido a abandonar el pueblo.

—Las Restrepo ofrecieron la

casa, ¿supiste? — le pregunta Arnobia a Omaira.

—Ay, sí, ojalá doña Marina no se muera todavía, porque los hijos de una venden la casa — responde Omaira.

Marina, la amiga de la que hablan, tiene 93 años y ni siquiera ha contemplad­o la posibilida­d de aceptar “los 5.000 millones de pesos que le han ofrecido por su casa, como si no entendiera­n que no está en venta”.

Otros, en medio de su soledad, de los recuerdos y la nostalgia de ya no reconocer muchas de las caras de los jericoanos de toda la vida, han aceptado, han vendido y se han ido a otros pueblos o grandes ciudades.

Sin embargo, Arnobia piensa que para quienes llevan a Je-

ricó en su corazón, la ciudad jamás les dará la misma felicidad y siempre volverán a pasar los tiempos buenos en las casas de baldosas y balcones coloridos en las que se pueden ver las montañas y las estrellas desde el patio central.

Alex Giraldo, quien escucha atento la conversaci­ón y asiente con la cabeza, afirma sonriendo que espera que de su natal Jericó no salgan más santos, que con una sola, la madre Laura, está bien

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Edward Patrick Duigenan es un artista plástico nacido en Irlanda y vive en Jericó. Arnobia de Giraldo
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FOTO ha pasado sus 87 años en este municipio.

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