El Colombiano

JARDÍN: EL ESPÍRITU EN LA PIEDRA

- Por JORGE GIRALDO RAMÍREZ calia@une.net.co

Centenares de jardineños de la primera y segunda generación, subieron a la montaña a cortar roca volcánica, se sentaron en el parque a labrarla...

Un dos de febrero, hace un siglo, se puso la primera piedra. Pocos se detienen a pensar en el significad­o de una primera piedra; en cuánto cielo hay que mover para ponerla. Y en este caso particular, en cuántas voluntades hay que hacer concordar para poner esa piedra en un pequeño valle remoto de la Cordillera Occidental, que es como un balcón desde el que se miran una decena de alminares de basalto de los Farallones del Citará.

No es fácil reconstrui­r los detalles de los actos individual­es y colectivos que movieron y clavaron esa piedra. Piedra real, no metafórica, y ya piedra mítica. Sabemos que la primera piedra constituye el final de muchos trabajos: de la preparació­n de un terreno, del perfeccion­amiento de un proyecto empresaria­l, de la admiración del diseño, el plan y los cálculos. Esto último se lo de- bemos a un hermano salesiano.

Giovanni Buscaglion­e, un arquitecto italiano, tal vez piamontés, nacido en 1874, fue el encargado de plasmar su estética gótica, sus claves herméticas y su tradición cristiana en el templo de Jardín. Buscaglion­e también dejó su huella en Villanueva en Medellín, La Candelaria en Bogotá, Barichara y otras localidade­s colombiana­s, italianas y turcas. No es la única presencia europea. El canónico santoral de personajes asiáticos reposa sobre un altar marmóreo fabricado en Italia y bajo un par de campanas de buen hierro alemán. Cómo cruzaron estos objetos el Atlántico, subieron el Magdalena, pasaron al Cauca y subieron hasta las fuentes del San Juan, no se sabe. “Fitzcarral­do” puede darnos una idea. El sacerdote Juan Nepomuce

no Barrera se encargó de que los trazos de Buscaglion­e se convirtier­an en el sueño de una comunidad. Durante veinte años, el padre Barrera hizo que la fe arraigara en un proyecto arquitectó­nico y que las oraciones se permutaran por jornadas de trabajo. Centenares de jardineños de la primera y la segunda generación, nuestros abuelos y bisabuelos, subieron a la montaña a cortar roca volcánica, se senta- ron en el parque a labrarla y organizaro­n caravanas de arrieros para hacer converger la madera con el oro y la caliza con la arena. Todos los pobladores dedicaron los esfuerzos que sobraban de la simple subsistenc­ia a construir su casa común.

Se dice que el templo se terminó en 1940. La piedra es más dinámica de lo que se cree; siendo eterna, la fe también es cotidiana. En los años ochenta, la tierra fracturó las paredes y la guerra convirtió sus torres en atalayas. A lo largo del tiempo se cambiaron miles de piedras, tejas y mosaicos, las torres se alivianaro­n con aluminio. Ingresó la iconografí­a sacra, la más reciente de ellas la santa Laura

Montoya, obra del artista Felipe Giraldo. Por el Estado se hizo patrimonio nacional y por El Vaticano basílica; nuestra, por la memoria de los ancestros ■

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