¡QUE ME LA ENVUELVAN!
Había una tienda en la cuadra del viejo barrio de mi juventud, una sola. El dueño se llamaba don Tulio y era el papá de los cascarrabias. No eran tiempos de llevar bolsas de tela para hacer las compras. Si acaso se había superado, aunque no del todo, la antihigiénica práctica de envolver las cosas en papel periódico y apenas estábamos conociendo las bolsas de papel Kraft, pero don Tulio sí que sabía tasarlas.
— Don Tulio, que si le manda a mi mamá un quesito, un pan de cien y dos plátanos verdes.
El viejo tendero gruñía mientras ponía los productos sobre el mostrador de madera, donde un gato hacía una siesta que parecía eterna.
— Don Tulio, ¿me puede envolver el quesito, por favor?
— ¿Y en qué quiere que se lo envuelva? ¿En huevo? ¡Llévelo así! Y así tocaba llevarlo, estilando suero hasta la casa y temblando de miedo por la aspereza de aquel viejito malgeniado. Lo suyo era tacañería con antiservicio.
Han pasado muchos años desde entonces, pero no todo ha cambiado. Hace escasos dos meses, en uno de los almacenes de la i con el punt!co al revés, una voz melodiosa por los altavoces invitó a los clientes a acercarse a las cajas porque estaban próximos a cerrar. La joven que en ese momento registraba mis compras se salió de su sitio y casi que de la ropa. Fue hasta donde la señora que estaba detrás de mí y le ordenó que no dejara parar a nadie más ahí. ¡Menuda tarea! No había llegado de nuevo a la caja cuando ya había otras tres personas en fila. Y empezaron los dolorosos. En malos términos les ordenó ir a otra caja, como no se movieron disparó otro dardo: “Yo les hago el favor de registrarles, pero ustedes empacan”. Miradas de asombro, de incredulidad, de enojo y reproches airados de los clientes.
Quise ponerme en la camiseta amarilla de aquella chica, pero no pude. Ella trasladó su cansancio a los menos indicados: los clientes. Y ellos, por una sola persona, trasladaron su malestar a todo el almacén. ¡Que me la envuelvan!
Desde los tiempos de don Tulio se está hablando de la importancia del servicio al cliente, pero con frecuencia encontramos excesos. De “en qué te colaboro mi amor, qué tallita buscas, amiguita”, hemos llegado al “de malas, yo ya me voy, empáquelo usted mismo, ya acabé mi turno”.
No generalizo, no quiero satanizar a los que ejercen el duro oficio de atender clientes, que los hay pedantes e insufribles también, pero mucho ayudaría tener el personal suficiente y muy bien capacitado, no como aquel “asesor” en un almacén de piyamas que no sabía qué era una batola, y cuando la clienta le dijo que buscara en el diccionario, se burló de ella.
No es nada agradable encontrarse con respuestas del tipo “no sé, pregúntele a otro”, “eso no me corresponde”, “vuelva mañana”, “llame a la línea o18000xxxx”. Si van a chicanear con buen servicio por lo menos cumplan con lo mínimo: Respondan por las garantías, entrenen a su personal para que no parezcan robots, “sugiérales” que dejen el chicle y el celular para las horas de descanso y no prometan lo que no van a cumplir, pero cumplan lo que prometan.
De lo contrario, esa cantinela del servicio al cliente habrá que ponerla entre signos de interrogación, por más nombre que tenga su marca
Mucho ayudaría tener el personal suficiente y muy bien capacitado. No son agradables respuestas como “no sé, pregúntele a otro”.