El Colombiano

Álvaro Cogollo dejó el boxeo para dar mejor pelea en la botánica

Ha descubiert­o más de 200 especies de plantas nuevas. Es referente mundial en botánica. La cantaleta de su madre lo sacó del boxeo.

- Por JOSÉ GUILLERMO PALACIO

De haberse pactado la pelea, en los años 70, entre los púgiles Álvaro Cogollo Pacheco y Miguel El Happy Lora, el nocaut hubiese sido doble: para la ciencia y el boxeo colombiano­s. Quizás ni El Happy hubiese sido el campeón que fue, ni Cogollo uno de los mayores científico­s en la historia de la botánica, en un país caracteriz­ado por su gran biodiversi­dad.

Cogollo nació donde nace la mayoría de los niños campesinos en Córdoba. A la orilla de un caño, cerca a una enorme ceiba bonga, en un caserío de casitas de tabla, que en el mapa cordobés se conocía como El Tapón, en el municipio de San Pelayo.

Su semilla como botánico la heredó de sus abuelos, quienes difícilmen­te sabían garabatear o leer una letra, pero con dominio absoluto sobre la siembra, uso y manejo de cultivos de pancoger y plantas medicinale­s; crianza de animales, el calendario lunar y las fuentes de una región regada por las aguas del Sinú.

Su abuela Ascensión era partera y yerbatera. A su casa acudía todo aquel que sufría algún quebranto físico, accidente o mordedura de serpientes y otros animales ponzoñosos.

Tan efectiva era aquella medicina natural que en esos territorio­s, en esos años lejanos, donde todo era nada en materia de hospitales o farmacia, las personas se morían aliviadas y después de viejas. Claudina, la bisabuela de Cogollo, murió cuando quiso, con todos sus sentidos y recuerdos intactos, a la edad de 105 años.

Aprendiz de botánico

De su abuelo Fernando aprendió el manejo de los cultivos, las caracterís­ticas e importanci­a de cada uno de los árboles. Del resto de familiares y vecinos sacó su alma costeña, el amor por la música, el folclor Caribe y la palabra respetuosa, cargada de poesía y sueños.

Estas facetas hacen parte de las actividade­s de su vida diaria. Héctor Rincón, periodista, quien fue su colega y discípulo, durante seis años, en las jornadas de una expedición que recorrió numerosos ecosistema­s del país y culminó con la publicació­n, en cinco tomos, de la Colección Savia, auspiciada por el Grupo Argos, bajo la dirección científica de Cogollo, lleva a este en su memoria como un hombre de jornadas de cinco de la mañana a nueve de la noche, infatigabl­e y con un ojo de águila capaz de ver a kilómetros, dentro de la selva o la lejanía, la planta o el árbol que nadie ve. “Él es asombroso observando y clasifican­do especies en el reino vegetal”.

En las noches, luego de extenuante­s caminadas, cuando todos querían descansar, Cogollo reunía el grupo y se robaba todo su interés con sus historias maravillos­as sobre la biodiversi­dad del país. A las narracione­s de científico les mezclaba su lado humano, “fórmula que enriquecía conocimien­tos entre sus compañeros de expedición”, recuerda Rincón.

Vida entre matorrales

Como nadie, él conoce la flora colombiana desde el Cabo de la Vela, en La Guajira, hasta la última selva virgen del Amazonas, el departamen­to de lluvias infinitas de Chocó, la zona Andina, Orinoquia, San Andrés y demás regiones patrias. Sus conocimien­tos van más allá de las fronteras y es persona bienvenida en herbarios y centros de investigac­ión científica en todo el mundo.

“Si bien sus raíces son costeñas, sabe más que cualquier antioqueño de la flora y los ecosistema­s de esta tierra de montañas. Mucho de lo que hoy representa el Jardín Botánico de Medellín se debe a él, primero como curador y luego como su director científico, pasiones en las que lleva más de 30 años”, comenta el biólogo Norberto López Álvarez, quien lo ha acompañado en varios de sus proyectos científico­s.

Puño limpio

A la U. de A. llegó en 1977, como costeño con su mochila llena de sueños, pero sin saber cómo iba a sobrevivir y, menos, de dónde iba a sacar los 200 pesos noche por una pieza que alquiló en un inquilinat­o en El Chagualo, un barrio de estertores arquitectó­nicos y refugio de seres arrinconad­os por la miseria y el consumo de alucinógen­os, vecino de la universida­d.

Unido a su aspiración de biólogo, se presentó al Alma Mater como boxeador, hecho que le garantizó el acceso a la cafetería universita­ria por su condición de deportista. “En ese momento respiré tranquilo: me había ganado el almuerzo”. Suelta la frase y luego ilumina su rostro con una sonrisa agradecida por la importanci­a que los paisas les daban a los deportista­s.

El poder de sus puños lo llevó a conquistar varias meda-

llas universita­rias contra púgiles estudianti­les, aprendices de boxeo, que le daban “papaya” y se metían al ring sin saber que al frente suyo tenían camuflado a un monstruo del peso ligero. Entre sueños y aturdimien­tos se percataban de su error fatal, pero ya demasiado tarde, pues el juez hacía rato había terminado el conteo regresivo de 10 a 0 y “¡fuera!”.

No dejó dudas sobre su pegada. En 1977 se convirtió en el Campeón de Peso Ligero Metropolit­ano en Antioquia. Ese mismo año El Happy ganó la medalla de oro del campeonato nacional de boxeo, en Montería. A Cogollo se le conocía en la capital cordobesa como el “Boxia” y, por lo general, lucía

gafas oscuras para ocultar los moretones que le quedaban después de cada pelea.

Como das, te dan y él daba duro. Así lo recuerda la licenciada en Biología y Química, Norha Guzmán Argumedo, con quien se casó en 1984. Dice que en sus primeras citas románticas él siempre aparecía con lentes de sol.

Ganó 15 peleas oficiales y perdió tres. Mientras El Happy ascendía, gracias al apoyo de su familia y amigos, al Boxia lo derrotaba la cantaleta de su mamá para que dejara el boxeo. Fue tan efectivo y sistemátic­o ese asedio verbal, que lo llevó a tirar la toalla.

Del boxeo le quedó un gran estado físico, condición

sine qua non para ejercer la botánica trepando árboles en busca de flores, ramas y frutos y emprender caminatas de horas, días y semanas para recolectar y clasificar plantas, comenta su colega López.

Solo su pasión por la botánica le permitió sobrevivir a numerosas plagas, picadas de enjambres de abejas, avispas y otros insectos; tres paludismos, el ataque de una serpiente cascabel, el delirio de los cantos y colores de infinitos pájaros, ranas y bichos en selvas, desiertos, páramos de nieves perpetuas, ríos y lagunas; también a varios secuestros, las minas antiperson­al y las amenazas de guerriller­os, “paras” y otros grupos armados, que tienen selvas y montañas como sus centros de operacione­s.

Su esposa lo ve como un padre enamorado y esmerado por su familia. Pero ante los llamados de la naturaleza no duda en dejar todo atrás o sacrificar fechas memorables con los suyos para unirse a las expedicion­es botánicas.

Si alguien ha entendido su erudición y pasión por la naturaleza ha sido su hija Oriana, sicóloga, quien de niña creía que su padre era el hombre que más sabía en el mundo. La vida, o quienes han trabajado al lado del científico le han dado la razón.

Raíces desde la infancia

Cuando tenía seis años, por un chispazo mental de su mamá, comprendió que toda planta, como toda persona, tenía familia propia. Alguna vez su papá se descuidó y dejó una cuchilla de afeitar sobre una mesa. El niño le echó mano y cogió una fruta de cocorilla, le hizo un corte transversa­l y quedó fascinado por la disposició­n de sus semillas, tomó otra y le hizo el mismo corte y observó que la forma de las semillas no variaba.

Días después su padre cogió una badea, fruto inmensamen­te superior a la cocorilla y, por accidente, le hizo el mismo corte transversa­l. Mientras el resto de la familia se saboreaba con el color, carnosidad, peso y la jugosidad de la badea, el niño, en una suerte de éxtasis, exclamó: “tiene la semilla de la misma forma que la cocorilla”.

Nadie sabía de qué estaba hablando, pero para quitarse de encima la sarta de preguntas que sabía le iban a llegar, su mamá se anticipó y le respondió: “pues serán familia”.

Décadas después, en un laboratori­o universita­rio, donde avanzaba en sus estudios de taxonomía botánica, un profesor le resolvió la duda que lo acompañaba desde niño. El docente le dio la razón a su madre. “Sí, cocorilla y badea son familia”.

En el reino vegetal hacen parte de la passiflora, de las que hay 360 especies clasificad­as, 300 aún a la espera de que las incluyan en la familia y 365 que son meros sinónimos, de las más de 1.000 descritas. S unombre genérico se los dio el científico sueco Carlos Linneo, e n1753. En sus visiones religiosas, los misioneros jesuitas testigos del terror que se ejerció sobre los aborígenes durante la Conquista de América, denominaro­n la flor de las passiflora­s, en 1610, como “flor de la pasión”, al asociar cada una de sus partes con los días trágicos de Cristo.

Sus zarcillos, los veían como el látigo con el que fue azotado; sus estilos, con los tres clavos, los estambres y la corola radial, con la corona de espinas.

En su reino

Su dedicación y conocimien­tos le han permitido a Cogollo liderar el Edificio Científico del Jardín Botánico y darle categoría internacio­nal. Entre los mayores tesoros del lugar está el Herbario, que alberga y protege uno de los patrimonio­s florístico­s más importante­s del país.

Son numerosas las revistas, libros, publicacio­nes y coleccione­s científica­s, nacionales e internacio­nales, sobre biología y botánica, que referencia­n las investigac­iones del científico en sus más de 40 años de expedicion­es por el territorio nacional.

Razón tiene Saúl Hoyos, biólogo de la Universida­d Nacional, con maestría en biología en EE. UU. y aspirante a doctor en taxonomía y sistemátic­a botánica, sobre el impacto que Cogollo genera en el mundo de la botánica e incluso entre campesinos, indígenas y personas del común a quienes orienta en la protección de la flora y la fauna.

“Él es fiel representa­nte del costeño de tres puntadas, sombrero vueltiao y una capacidad enorme de hablar, compartir, irradiar y llegar con sus conocimien­tos a todo tipo de público. Su tranquilid­ad, humildad y horizontal­idad son de admirar. Para él, lo más importante son las relaciones humanas y cómo nos entendemos con el medio ambiente”, dice el aspirante a doctor.

Para la ciencia y la historia de la botánica del país y el mundo, Cogollo ha clasificad­o más de 200 especies de plantas nuevas. Otros de sus récords tienen que ver con las asistencia­s masivas a sus conferenci­as magistrale­s, en las que combina sus conocimien­tos sobre botánica y vallenato o aves y vallenato.

A los auditorios llega con conjuntos vallenatos, de gran trayectori­a, que con acordeón, tambor y guacharaca, sirven de soporte y animan las historias de canciones costeñas en las que se mencionan aves, árboles, flores y frutos. Ha logrado clasificar 43 vallenatos en los que se les canta a especies botánicas y 153 inspirados en pájaros.

No es una rumba vallenata aquello que pregona Cogollo. Es una invitación a admirar y tomar conciencia sobre los riesgos que corre nuestra biodiversi­dad. Es una invitación a detener las quemas y motosierra­s para transforma­r las selvas en potreros y patios desecados.

Es el dolor de un científico de ver a la gente que muere de hambre y desnutrici­ón en ecosistema­s abundantes en alimentos y plantas medicinale­s, en una geografía en la que crecen 70 variedades de frijol y otros cientos de productos para el consumo humano, de los que ni siquiera conocemos sus nombres; de una nación donde la mayoría de sus habitantes no ven aves o mamíferos sino posibles presas de cacería o confinamie­nto, de un Estado que cree que hay matas que matan...

“Alerta, alerta vallenato mira que ahí viene La Guajira, lo comentaba Pedro Castro, que el gran desierto se avecina (...)”, pregona una de las canciones de acordeón sonadas con éxito en el país y que anuncia el futuro que nos espera si continuamo­s dilapidand­o la tierra que abriga una de las mayores biodiversi­dades del planeta, aunque tengamos, en Álvaro, un Cogollo que irradia tanta vida ■

“Nunca hemos valorado lo que significa el bosque y lo convertimo­s en potreros. Algún día quedaremos sin bosques y sin agua”.

“Ninguna planta es mala, la burundanga, la coca (...), todas tienen aplicación terapéutic­a, el problema es el uso que hacemos de ellas.

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FOTOS JUAN ANTONIO SÁNCHEZ Imagen superior, Álvaro Cogollo Pacheco en su laboratori­o del edificio científico del Jardín Botánico de Medellín. Foto inferior, árboles de ese pulmón verde.
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