El Colombiano

La increíble resurrecci­ón de El Salado

Este pueblo fue un escenario sangriento del conflicto. Sobre sus cicatrices florece una nueva aldea.

- Por ANA MARCOS

La historia de El Salado se cuenta desde el campo de fútbol. En la cancha, como la llaman sus habitantes, se fundó este pequeño pueblo del interior del Caribe colombiano en 1812. Hasta ese punto llegaron los primeros pobladores en busca de agua y tierras fértiles. Aquí fueron asesinadas más de 60 personas en 2000. El reguero de sangre y terror que dejaron 400 paramilita­res a fuego, ron y vallenato vació el lugar durante dos años. Ahora, al lado de la cancha hay un centro cultural con una biblioteca y bohíos con mesas y sillas donde los saladeros llevan 15 años intentando volver a vivir.

El Salado sigue siendo una pequeña aldea caribeña de casitas de colores, sin calles asfaltadas y poblada por campesinos que sueñan con la época dorada, con los tiempos en los que era la capital tabacalera de esta región. La vida cambió el 16 de febrero de 2000, cuando El Salado empezó a desaparece­r. “Ese día, la historia se parte en dos”, dice Luis Torres, Lucho, saladero de 67 años y líder de esta comunidad. Los primeros rumores llegaron al pueblo. Los grupos paramilita­res habían comenzado a asesinar selectivam­ente a pocos kilómetros de allí a los que considerab­an colaborado­res y auspiciado­res de las Farc.

Los campesinos de El Salado tuvieron la desgracia de nacer y crecer en la región de los Montes de María, un corredor estratégic­o para todos los grupos armados de Colombia. Una despensa de alimentos y un camino directo hacia el Atlántico, salida natural de todo tipo de contraband­os. La región estaba controlada por el Frente 37, que extorsiona­ba a campesinos y ganaderos. En 1995, la guerrilla emboscó y asesinó en las afueras de la localidad a una treintena de militares que habían acudido en auxilio de un vecino amenazado. El ataque puso a El Salado en el punto de mira como pueblo cómplice de la guerrilla, y dividió a la comunidad. Las tensiones fueron en aumento. En 1997, un grupo armado asesinó a cinco personas. Y en las Navidades de 1999, después de que las Farc robaran las reses de una poderosa ganadera, un helicópter­o sobrevoló el casco urbano y lanzó volantes con un mensaje: “Cómanse las gallinas y los carneros, celebren las fiestas de fin de año, porque serán las últimas”.

“Siempre creímos que la confrontac­ión sería entre la guerrilla y los paramilita­res, pero no fue así”, recuerda Lucho en el patio de su casa, frente a un plato de arroz, carne y verduras. El 18 de febrero, tres frentes de las AUC tomaron el pueblo bloqueando la salida a más de 3.000 habitantes. Entraron con la tranquilid­ad que da la impunidad: ni el Ejército ni la Policía iban a interferir en sus macabros planes. “Fue una masacre bien concebida”, asegura.

En la cancha comenzó la terrible fiesta. Orejas cortadas, tiros a quemarropa, asfixias, violacione­s. Y después de cada asesinato, un trago de alcohol y un poco de música. Cuatro días de tortura. El 21 de febrero, después de acabar con la vida de más de 60 personas en El Salado (la cifra superó el centenar cuando se terminaron de contar cadáveres en los alrededore­s), los paramilita­res salieron y llegó el Ejército.

Para entonces, los marranos ya habían empezado a alimentars­e de los cuerpos hinchados y desfigurad­os por el calor implacable del Caribe. Lo único que pudieron hacer los familiares de los muertos fue enterrarlo­s en fosas comunes a unos metros de la cancha. Hoy, tras las exhumacion­es realizadas por la Fiscalía entre 2013 y 2015, es un recinto invadido por la naturaleza donde solo queda el pedestal de una cruz y un muro con la huella de la placa en recuerdo de las víctimas.

La reconquist­a

“Con la masacre llegó la dispersión. La gente salió en estampida con un solo propósito: salvar la vida. ¿Dónde fueron? Donde pudieron. ¿Qué hicieron? Lo que sea. ¿Dónde vivieron? Donde pudieron acomodarse. Un campesino en una mole de cemento se vuelve inútil, inservible”. Esta fue la suerte de los saladeros, que se sumaron a los más de siete millones de colombiano­s desplazado­s por la guerra. Dos años sin habitantes fueron suficiente­s para que la manigua devorara lo que quedó del pueblo después de que los paramilita­res quemaran y saquearan las casas.

La segunda etapa de El Salado comienza en los barrios de Cartagena, el Carmen, Sincelejo, Barranquil­la. Las ciudades donde Lucho fue reclutando a los desplazado­s. “La gente no podía más con el destierro”, prosigue Lucho. Querían retornar a su tierra y hacer un nuevo proyecto de vida. La ciudad se traga a la víctima. No lo reconoce, lo miran como plaga”.

A inicios de 2001, con 57 familias (unas 300 personas) a su lado, Lucho creó la Asociación de Desplazado­s de El Salado Bolívar y comenzó a idear la vuelta a casa. No tenían apoyo del Estado. “Nadie daba un peso por una víctima”, dice. Así que buscaron, como pudieron, ayudas. Tampoco tenían una sentencia judicial que identifica­ra y condenara a sus verdugos, que los vigilaban de cerca.

En noviembre de aquel año, 150 personas, la mayoría hombres, entraron solos en El Salado. Tenían un plan: durante tres días limpiarían el pueblo y después se irían. “No podíamos caminar solos, siempre en gru-

pos de cinco personas. Comíamos juntos. Dormíamos juntos. Teníamos que respetar la palabra”, relata Lucho. A pocos kilómetros, las Farc y los paramilita­res seguían disputándo­se el territorio a plomo.

Tres meses después, el 20 de febrero de 2002, Lucho regresó a su pueblo con una bandera blanca y de la mano de una niña. “Para que esa fecha pasara a la historia y que la historia no pasara por encima”, recuerda. “A los cinco o seis meses llegó el Ejército”.

La masacre les ubicó en el mapa de Colombia. Es la dinámica de medio siglo de guerra, aislamient­o y olvido del Estado. Los colombiano­s se acuerdan de sus vecinos siguiendo el rastro de la sangre. El mismo que trajo hasta esta región la ayuda humanitari­a.

Renacer del horror

La Fundación de la revista colombiana Semana y la ONG española Ayuda en Acción son dos de los organismos que han contribuid­o a que los saladeros retomen sus vidas. En la última década han construido una biblioteca; han dinamizado el lugar con pequeños negocios, como la casa de comidas y el hostal de la señora Delcy, y han ayudado a la sostenibil­idad con los paneles solares, que reducen las facturas de la luz.

También han traído agua corriente. El Salado tiene hoy suministro diario. Más de 1.200 personas pueden bañarse, regar las matas y cocinar sin restriccio­nes. Estas dos ONG idearon un sistema de bombeo solar que ejecutaron después de su selección por parte del programa Infraestru­cturas sociales de Ferrovial. La compañía española especializ­ada en grandes infraestru­cturas ha invertido algo más de 32.000 euros en los paneles solares que generan suficiente energía de nueve de la mañana a tres de la tarde para mover una bomba que, desde un acuífero, suministra agua a la comunidad. “Antes, el acueducto comunitari­o funcionaba tres días a la semana, durante tres horas al día”, explica Daniel Vallejo, coordinado­r de la Unidad de Agua de la Fundación Semana.

Los niños ya no enferman con diarrea gracias a un sistema de cloración. Y con la ayuda de los pequeños del pueblo, los mayores han aprendido a emplear el agua de manera eficiente. “Hicimos una campaña de sensibiliz­ación con chicos de 11 años aprovechan­do que en el colegio dedican 80 horas a trabajos sociales por cada curso”, dice Diego Rodríguez, uno de los creadores de este proyecto, hoy técnico de Acción Social en Ferrovial. Su labor fue fundamenta­l porque al día siguiente de que comprobara­n que tenían suministro sin interrupci­ones, los saladeros comenzaron a limpiar sus motos varias veces al día, a regar sin medida o a dejar el grifo abierto. “Se veían charcos de agua por todas las calles”.

“Este es un proyecto que se desarrolla con la comunidad”, explica Gonzalo Sales, responsabl­e de programas en Infraestru­cturas sociales de Ferrovial. Son los vecinos de El Salado los que plantearon los problemas

que tenían. Y son ellos los que ahora deben mantener el proyecto a través de la recién creada Junta del Agua.

Albert Padilla, el fontanero del pueblo y responsabl­e del mantenimie­nto de la instalació­n, forma parte de este nuevo organismo. Es el único de sus miembros con un salario, de unos 100 euros. Se ha pasado 20 años abriendo y cerrando válvulas para garantizar el agua. Su número de teléfono está en todos los móviles de El Salado.

Los saladeros se acuerdan del Estado cuando pasean por las 100 casas gratis que el presidente Juan Manuel

Santos les entregó a finales de 2015. Y cuando, unos meses después, la Fiscalía reconoció su responsabi­lidad por lo que no hicieron y les pidieron perdón.

— Lucho, ¿ usted ha perdonado?

—¿Sabes qué es lo más fácil en la vida? Equivocars­e. Yo he sentido rabia y odio. Pero he perdonado. Lo único que quiero es un pueblo en paz y armonía. Que vuelva a ser autososten­ible. Que cada uno tenga un poco para comer y vender el resto ■

© ANA MARCOS / EDICIONES EL PAÍS, SL. 2018. Todos los

derechos reservados.

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FOTO ARCHIVO EL COLOMBIANO Los que quedaron vivos después de la incursión paramilita­r salieron corriendo, huyendo del horror que tuvieron que ver. Dejaron a sus muertos enterrados en fosas comunes.

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