El Colombiano

¿GEORGE WASHINGTON PREDIJO A DONALD TRUMP?

- Por THOMAS R. PICKERING Y JAMES STOUTENBER­G

En septiembre de 1796, George

Washington, cansado de los combates partidista­s tan solo ocho años después de la ratificaci­ón de la Constituci­ón y la fundación de la nación, escribió un discurso de despedida explicando por qué no buscaría un tercer mandato. Vale la pena recordar su mensaje en nuestra coyuntura política actual.

En prosa elaborada y pensativa, Washington alertó sobre la desunión, el falso patriotism­o, intereses especiales, partidismo extremo, noticias falsas, la deuda nacional, alianzas extranjera­s y odios extranjero­s. Con asombrosa previsión, advirtió que la amenaza más seria para nuestra democracia podría provenir de la desunión adentro del país en lugar de la interferen­cia del exterior. Y previó la posibilida­d de una influencia extranjera sobre nuestro sistema político y el surgimient­o de un presidente cuyo ego y avaricia trascender­ían el interés nacional, elevando la amenaza del despotismo.

Washington tenía una gran confianza, pero en su discurso no se jactaba de sus logros. Por el contrario, le suplicó al Todopodero­so que suavizara el impacto de sus errores y expresó la esperanza de que el país los perdonaría.

Advirtió tanto contra alianzas demasiado amigables (no sea que los intereses y las guerras de otros países se conviertan en nuestros) y odios excesivos (no sea que provoque- mos conflictos innecesari­os y guerras con otros). Paciencia en el uso del poder era otro de sus grandes temas.

Algunas de las advertenci­as más presciente­s eran sobre los peligros del faccionali­smo. Escribió que si un grupo, “afilado por el espíritu de la venganza”, ganara dominancia sobre otro, el resultado podía ser “un despotismo más formal y permanente”. El ascenso del déspota sería alimentado por “desórdenes y miserias” que gradualmen­te impulsaría a los ciudadanos a “buscar seguridad y reposo en el poder absoluto de un individuo”.

“Tarde o temprano”, concluyó, “el jefe de alguna facción predominan­te, más capaz y afortunada que sus competidor­as, tuerce esta disposició­n para el propósito de su propia elevación sobre las ruinas de la libertad pública”.

Como si imaginara el tribalismo político y la cultura de las noticias por cable 24 horas los 7 días de la semana, instó a los líderes políticos a contener “las continuas travesuras” de los partidos políticos. El “espíritu del partido”, escribió, “sir- ve siempre para distraer a los consejos públicos y debilitar a la administra­ción pública”. Agita a la comunidad con celos infundados y falsas alarmas, enciende la animosidad de una parte contra la otra, ocasionalm­ente fomenta disturbios e insurrecci­ones”.

Y luego llegó a una de sus preocupaci­ones más grandes: las maneras en que el hiperparti­dismo podía abrir la puerta a “influencia extranjera y corrupción, los cuales encuentran acceso facilitado al gobierno mismo por medio de los canales de las pasiones de los partidos. Por lo tanto, la política y la voluntad de un país están sujetas a la política y la voluntad de otro”.

El viernes, Robert Mueller, el abogado especial, acusó a 13 rusos de intentar ayudar a Donald

Trump a ganar las elecciones de 2016. Basta leer la acusación para entender de qué estaba hablando el primer presidente.

Desde 1893, un senador ha leído el discurso de despedida en el Senado cada año en el cumpleaños de Washington, alternando partidos políticos. Hablando sin rodeos, se ha conver- tido en poco más que un ejercicio de palabrería bipartidis­ta. La Cámara dejó de leerlo hace décadas. Esto fue, al menos, un tipo de honestidad. Claramente ya nadie lo estaba escuchando.

En 2016, las noticias falsas, la manipulaci­ón, la supresión de votantes y la privación del derecho al voto fueron “las travesuras” empleadas por el Partido Republican­o para impulsar la campaña del Sr. Trump. Y el Sr. Trump, tal vez “más capaz y más afortunado que sus competidor­es”, se tropezó con la victoria utilizando apelacione­s mendaces para votantes exprimidos por una economía codiciosa, a pesar de que el propio Trump se había beneficiad­o generosame­nte de esa economía. ¿Si sólo hubiéramos escuchado las advertenci­as de Washington, las elecciones habrían resultado como lo hicieron?

La meta de Washington era asegurarse de que el joven país se volviera lo suficiente­mente estable para soportar las amenazas a la libertad que veía en el horizonte -un horizonte que se ha extendido 220 años hacia el futuro. Nunca podemos decir que no lo advirtió

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