PAGO POR VER (Y SABER)
No es extraño que a quienes estudian y se forman para crear, producir, analizar y hacer circular información, los llamen con frecuencia para hablar, comentar o escribir ad honorem.
Las ideas, la información, no son cosas que se pueden tocar. En una sociedad esencialmente materialista, dicho carácter intangible engaña: en plena ‘Era de la información’, muchos consideran todavía que el trabajo intelectual –entendido como la creación, producción, análisis, intercambio y circulación de ideas– carece de valor monetario. Olvidan que la información de dicha ‘Era’ se desarrolló en el mismo vientre con una hermana melliza (y loca): la desinformación.
No es extraño que a quienes estudian y se forman para crear, producir, analizar, intercambiar y hacer circular información, los llamen con inusitada frecuencia para hablar, comentar o escribir, ad honorem. Como si las ideas fueran epifanías, iluminaciones que llegan de la nada, sin investigación, sin lectura, sin desvelos, sin aciertos ni yerros (¡y en público, que no es lo mismo!).
Tal es el valor que le damos a lo que se puede hacer con las palabras. El desprecio por el mundo de las ideas llega a tal punto, que el pago a los maestros de escuela, por ejemplo, es considerado por algunos como “un triunfo” dentro de la tradición del pensamiento y no la lógica económica de una forma de producción indispensable para el desarrollo de las sociedades. No hay que ser un genio de las finanzas para entender que no hay tienda de esquina, ni supermercado (ni zapatería) que intercambie leche y huevos por análisis de la obra de
Jorge Luis Borges o la historia reciente de los Balcanes.
Esta semana, El Espectador es el foco de la polémica por su más reciente decisión: desde el primero de marzo cobrará por algunos de sus contenidos digitales (los suscriptores del diario en papel tendrán derecho a toda la información en línea). Su modelo de suscripción aplica para consumos superiores a veinte contenidos al mes.
Vale recordar que varios periódicos y revistas nacionales (Semana, por ejemplo) ya han implementado el registro de usuario para acceder a su información, pero sin cobro.
¿Exigir dinero por informar en un país con bajísimos índices de lectura? ¿Pagarán por acceder al conocimiento aquellas personas “bien educadas” que, pese a haber sido instruidas en universidades, toman decisiones electorales y de otra índole basadas en cadenas de WhatsApp y en enlaces no verificados de Facebook y Twitter?
“Los periódicos no viven de likes y seguidores”, argumenta don Fidel Cano, director de El Espectador. El periódico liberal, con 130 años de existencia, sigue los pasos de The New York Times, uno de los pioneros del cobro por contenidos digitales. Si miramos en Latinoamérica, el periódico argentino Clarín logró más de 50.000 “suscriptores virtuales” en menos de un semestre.
No se trata de simplificar los hechos al punto de convertir las Humanidades en un objeto de exclusiva y permanente transacción económica ni de destruir la gran revolución que es Internet: la democratización del conocimiento. Es aceptar que los productos informativos de calidad cuestan: imaginarlos, pensarlos, producirlos. Convertirlos en cosas, en productos tangibles como un periódico de papel… o estas líneas que, probablemente, usted está leyendo en la pantalla de un dispositivo electrónico