DEMOCRACIA EN APUROS
Colombia y sus historiadores siempre han sacado pecho para pregonar muy orondos de que somos la democracia más antigua y sólida de América Latina.
Afianzan esta creencia en el hecho de que en el siglo XX, de todos los amagos de golpe de Estado, sólo uno prosperó, el del general Rojas Pinilla en 1953 contra Laureano Gómez.
Ahora la revista The Economist sitúa a Colombia en la décima posición en lo referente a la solidez y la seriedad del sistema democrático dentro de los países latinoamericanos. Hace poco la había clasificado en la lista de “democracias imperfectas”. Escalafones tan deshonrosos como humillantes.
Pero si comenzamos a escudriñar las razones que han conducido al país a tamaña degradación, vamos encontrando las causas que lo empujan a ese grado de democracia deteriorada.
Las tres ramas del poder público están poco acreditadas y gozan de baja respetabilidad. Lo dicen todas las encuestas. Un órgano ejecutivo clientelista, con cicatero apoyo en la opinión pública. Un Congreso tan mal calificado como la guerrilla. Una justicia deslegitimada por los continuos escándalos de corrupción, revanchismo, impunidad y politización, y con carteles de la toga y de tutelas. Unos partidos políticos anarquizados, colmados de arribistas y desertores, atiborrados de microempresas curuleras, sin organización ideológica, no pocas clientelistas y formadas al amparo de patrocinadores residentes en las propias cárceles colombianas. Instituciones desprestigiadas, con niveles de confianza y credibilidad por el suelo. Con la opacidad aferrada a sus entrañas.
La violencia urbana está desatada. Le dinamita los cimientos a la democracia. El vandalismo y los saqueos en tiendas y mercados en el sur de Bogotá podrían ser un síntoma de que la lucha popular podría estallar de un momento a otro. ¿Será un campanazo de alerta en la campaña presidencial?
En los campos tampoco aflora la paz. Tierras desocupadas por la subversión van siendo tomadas por otros actores de la violencia, que persisten en cultivar y comercializar la droga, el gran combustible de la guerra. El narcotráfico se aviva con la presencia de mafias extranjeras que, según la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo, ya se asientan en 10 departamentos de Colombia a través de poderosos carteles. Asociados y armados hasta los dientes, cuentan con una capacidad asombrosa para debilitar el sistema democrático. Máxime si es de- fendido por un Estado como el colombiano, débil con el fuerte y fuerte con el débil.
¿Cómo puede ser Colombia una democracia sólida y seria, cuando Amnistía Internacional en su último informe enumera once delitos, entre crímenes y violaciones a los derechos humanos fundamentales cometidos en el marco del posconflicto, compartiendo con Venezuela tan vergonzoso escalafón?
Y si a tan turbio panorama le sumamos el repunte en las encuestas del candidato presidencial populista de extrema izquierda, el horizonte no puede ser más confuso para la democracia. Con la posibilidad de volverse negro el paisaje, color con el que el populismo cubre de luto la muerte de las democracias reales. Y así en la próxima edición de The Economist la cola podría ser el lugar adecuado para Colombia en la vitrina de las democracias latinoamericanas
El horizonte no puede ser más confuso para la democracia colombiana.