EL SEGUNDO GÉNERO, TODAVÍA
Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo, cuando la igualdad entre hombres y mujeres ante la ley todavía estaba lejos de alcanzarse. Una vez que las democracias han completado sus legislaciones igualitarias, tendríamos derecho a esperar que las mujeres ya no constituyeran el género subordinado. Pero no es así, pues se mantiene intacta una indudable desigualdad real bajo la teórica igualdad formal. Para incorporarse al mundo masculino, las mujeres todavía tienen que pagar peaje. Gracias a denuncias como Me Too, es posible que el peaje sexual comience a retroceder. Pero aunque el peaje carnal disminuya, se mantiene intacto el peaje a pagar en subordinación y servidumbre.
La desigualdad de género funciona como un dispositivo con dos mecanismos y cuatro resortes acoplados en cruz: esa cruz con la que cargan las mujeres para poder responsabilizarse de sí mismas. El resorte del extremo superior es la segregación laboral y profesional que empieza con la elección diferencial de carrera. Esto les asigna, a pesar de su titulación superior, un capital humano especializado en el cuidado (care). Y en cuanto una profesión se feminiza también se devalúa, cayendo su prestigio y sus ingresos.
A un lado del travesaño de la cruz figura la discriminación salarial (brecha de género), que casi nunca es explícita. Una brecha que se va acumulando a lo largo de la carrera, tras verse agravada por la retirada por maternidad. A las mujeres que trabajan se las trata como a inmigrantes forzados a aceptar puestos con menores salarios y derechos, teniendo además que mostrar mayor obediencia, disciplina y sumisión sindical.
El tercer resorte es el bloqueo de sus oportunidades de ascenso (techo de cristal), que a pesar de su mayor titulación académica les obliga a caer en el subempleo. Esto supone una inversión del principio de Peter, pues para que los varones asciendan hasta su nivel de incompetencia las mujeres han de conformarse con quedar por debajo de su capacidad probada. Un bloqueo que está operado por las redes de complicidad masculina que controlan los canales de ascenso, pues los hombres sólo confían en el silencio de sus camaradas, siempre dispuestos a encubrir sus trampas. Y la única excepción a esta regla es la designación de mujeres para desempeñar la incómoda tarea de hacer el trabajo sucio.
Y en la raíz de la cruz, hundida hasta el fondo del suelo social, está la domesticación o ser- vidumbre forzosa que sufren las mujeres, obligadas a asumir como propia la carga de la responsabilidad familiar: trabajo doméstico, crianza y educación de hijos, cuidado de mayores, etcétera. Bajo una insidiosa presión social que, si no tienen pareja o relegan a sus hijos para atender su profesión, las acusa de solteronas, egoístas, insolidarias o malas madres. Esta carga familiar obligatoria explica que las mujeres no puedan competir en pie de igualdad con sus pares masculinos, que están libres de ella por un privilegio heredado de sus antecesores. Pues en efecto, tanto la segregación laboral y la discriminación salarial como el bloqueo del ascenso se deben a su necesidad de ejercer al mismo tiempo su responsabilidad familiar, lo que las deja en desventaja para competir con unos varones liberados de la familia y dedicados a su profesión a tiempo completo ■
Se mantiene intacta una desigualdad real bajo la retórica de una igualdad formal.