El Colombiano

EL SEGUNDO GÉNERO, TODAVÍA

- Por ENRIQUE GIL CALVO redaccion@elcolombia­no.com.co

Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo, cuando la igualdad entre hombres y mujeres ante la ley todavía estaba lejos de alcanzarse. Una vez que las democracia­s han completado sus legislacio­nes igualitari­as, tendríamos derecho a esperar que las mujeres ya no constituye­ran el género subordinad­o. Pero no es así, pues se mantiene intacta una indudable desigualda­d real bajo la teórica igualdad formal. Para incorporar­se al mundo masculino, las mujeres todavía tienen que pagar peaje. Gracias a denuncias como Me Too, es posible que el peaje sexual comience a retroceder. Pero aunque el peaje carnal disminuya, se mantiene intacto el peaje a pagar en subordinac­ión y servidumbr­e.

La desigualda­d de género funciona como un dispositiv­o con dos mecanismos y cuatro resortes acoplados en cruz: esa cruz con la que cargan las mujeres para poder responsabi­lizarse de sí mismas. El resorte del extremo superior es la segregació­n laboral y profesiona­l que empieza con la elección diferencia­l de carrera. Esto les asigna, a pesar de su titulación superior, un capital humano especializ­ado en el cuidado (care). Y en cuanto una profesión se feminiza también se devalúa, cayendo su prestigio y sus ingresos.

A un lado del travesaño de la cruz figura la discrimina­ción salarial (brecha de género), que casi nunca es explícita. Una brecha que se va acumulando a lo largo de la carrera, tras verse agravada por la retirada por maternidad. A las mujeres que trabajan se las trata como a inmigrante­s forzados a aceptar puestos con menores salarios y derechos, teniendo además que mostrar mayor obediencia, disciplina y sumisión sindical.

El tercer resorte es el bloqueo de sus oportunida­des de ascenso (techo de cristal), que a pesar de su mayor titulación académica les obliga a caer en el subempleo. Esto supone una inversión del principio de Peter, pues para que los varones asciendan hasta su nivel de incompeten­cia las mujeres han de conformars­e con quedar por debajo de su capacidad probada. Un bloqueo que está operado por las redes de complicida­d masculina que controlan los canales de ascenso, pues los hombres sólo confían en el silencio de sus camaradas, siempre dispuestos a encubrir sus trampas. Y la única excepción a esta regla es la designació­n de mujeres para desempeñar la incómoda tarea de hacer el trabajo sucio.

Y en la raíz de la cruz, hundida hasta el fondo del suelo social, está la domesticac­ión o ser- vidumbre forzosa que sufren las mujeres, obligadas a asumir como propia la carga de la responsabi­lidad familiar: trabajo doméstico, crianza y educación de hijos, cuidado de mayores, etcétera. Bajo una insidiosa presión social que, si no tienen pareja o relegan a sus hijos para atender su profesión, las acusa de solteronas, egoístas, insolidari­as o malas madres. Esta carga familiar obligatori­a explica que las mujeres no puedan competir en pie de igualdad con sus pares masculinos, que están libres de ella por un privilegio heredado de sus antecesore­s. Pues en efecto, tanto la segregació­n laboral y la discrimina­ción salarial como el bloqueo del ascenso se deben a su necesidad de ejercer al mismo tiempo su responsabi­lidad familiar, lo que las deja en desventaja para competir con unos varones liberados de la familia y dedicados a su profesión a tiempo completo ■

Se mantiene intacta una desigualda­d real bajo la retórica de una igualdad formal.

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