El Colombiano

EL MÓNACO DICE MUY POCO

- Por CARLOS ALBERTO GIRALDO carlosgi@elcolombia­no.com.co

Todo en sus justas proporcion­es. Cada trasto en su lugar. Querer cargar el edificio Mónaco, donde vivió la familia del mafioso Pablo Escobar, de una significac­ión superior en la guerra que les declaró el capo a la sociedad y el Estado colombiano­s es un despropósi­to.

Por allí los únicos afectados que pasaron fueron sus propios parientes, víctimas de la respuesta del Cartel de Cali a la ferocidad y crueldad de Escobar con sus enemigos. ¿Qué desfiló por el Mónaco más allá de la extravagan­cia de dos coleccione­s que sorprendie­ron al mundo cuando salieron en las imágenes de TV: una de autos antiguos, con un Mercedes limusina al frente, y una de obras de arte que incluía algún Picasso?

En el Mónaco, con excepción del estallido de un carro- bomba cargado con 60 kilos de dinamita y las piruetas de

Juan Pablo Escobar en su cuatrimoto dando vueltas a la manzana, pasó muy poco.

Querer comparar el Mónaco, por ejemplo, con el hoy museo de Auschwitz-Birkenau tiene tintes de desmesura histórica. O querer cargarlo con la simbología de otros lugares donde la humanidad ha sufrido los horrores de los conflictos y las atrocidade­s de criminales tremendos resulta bastante desfasado.

Más honduras de semántica urbana y memoria desgarrado­ra tiene la Cárcel La Catedral, desde donde Escobar se burló de los gobiernos de Colombia y Estados Unidos y adonde llevó a ajustarles cuentas a sus exsocios y rivales. Allí donde se torturó a una veintena de perso- nas y descuartiz­aron a tantas. Donde “Pablo” tenía casa de muñecas y oficina con colección de binoculare­s y telescopio­s. Allí donde moran en pena las almas que desvelan a los benedictin­os y a los ancianos del hogar geriátrico que hoy ocupa lo que queda de aquella “cárcel”.

El Mónaco dice muy poco, por dentro y por fuera. Un edificio de fachada plana, cada vez más deslucido por el abandono, donde Escobar no habrá sentido más que una rabia fulminante con sus escoltas por descuidar la seguridad y dejar que los Rodríguez Orejuela estuviesen a punto de exterminar a su familia, empezando por su hija, “la bailarina”, que perdió la audición tras el bombazo que desató aquella guerra cruenta entre carteles.

Del Mónaco quedarán hoy algunos vecinos afectados del barrio Santa María de los Ángeles, que deben tener poco interés, o ninguno, en que esas ruinas ganen categoría museográfi­ca.

Conservar ese cascarón, tan hueco ya de lo material y lo simbólico, no va a ofrendar ni a reivindica­r ni a rescatar algún pedazo importante de la memoria del sufrimient­o de las víctimas y la ciudad. Derribarlo y concebir un parque con algunos elementos de memoria, perfilados con la “inteligenc­ia y sutileza arquitectó­nicas y artísticas” necesarias tal vez sea mucho más útil para cerrar el duelo y darle paso a un nuevo imaginario respetuoso del pasado, pero mucho más prospectiv­o y vinculado con el futuro que quiere la gente de Medellín para su universo urbano

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