EL ÉXITO ES EL PODER PERENNE
Nicolás Maduro ha demostrado en muy poco tiempo que puede hacer con el sistema político venezolano lo que él quiera. Antes de la instalación de una Asamblea Constituyente perpetua, que desahució el poder legislativo legítimo, Maduro se sabía en desventaja y postergó indefinidamente las elecciones. Luego, con la subsiguiente fractura de la oposición y el paso de una parte de ella al abstencionismo, anunció elecciones para fines de 2018. Ahora, con todos los poderes en la mano y el movimiento opositor neutralizado, adelantó las elecciones presidenciales para el 22 de abril y luego las pospuso para el 20 de mayo.
Maduro se reelegirá a sí mismo, con la complicidad de todos los poderes públicos en Venezuela, menos la Asamblea Na- cional, que carece de autoridad real. La reelección será una autoelección. Ni Antonio Guzmán
Blanco o Juan Vicente Gómez, dos dictadores venezolanos que lo precedieron, llegaron a tanto porque entre uno y otro Gobierno permitieron breves periodos de alternancia en el poder.
La reelección de Maduro se producirá un mes después de que en Cuba tenga lugar la sucesión de poderes entre Raúl
Castro y el designado para sucederlo por él mismo y el Partido Comunista de Cuba. Esa también será una autoelección, que seguramente ya se produjo. La votación indirecta del nuevo Consejo de Estado por los delegados a la Asamblea Nacional no puede alterar ese libreto ya escrito. El 19 de abril
Raúl Castro entregará el poder a un sucesor que jurará continuidad absoluta a la política cubana del último medio siglo.
A quien sea el sucesor, por ejemplo Miguel Díaz Canel, lo veremos, probablemente, unas semanas después, en Caracas, en la toma de posesión de Nico
lás Maduro, relanzando la alianza entre Venezuela y Cuba. Hay una rotunda predictibilidad en esos autoritarismos caribeños, que asocian el éxito político a la retención indefinida del poder por la misma persona.
Esa izquierda padece de una confusión irremediable entre legitimidad política y perennidad del mandato. Piensan esos líderes, discípulos de Fidel Cas
tro, que quien posee la razón y la verdad –ideológicamente definidas, por supuesto– es el que detenta el poder más tiempo o perpetuamente. El líder debe gobernar eternamente porque la permanencia es la medida de su triunfo contra los enemigos. La única manera de aceptar la alternancia, como en Cuba, es sobre la base de un blindaje institucional del sistema contra cualquier apertura o reforma.
La evidente coordinación que hay entre la reelección en Venezuela y la sucesión en Cuba, en abril y mayo de este año, vuelve a poner en evidencia el peso de la geopolítica en las opciones de la izquierda autoritaria latinoamericana. La Guerra Fría fue la escuela de Fidel y Raúl Castro, quienes trasmitieron esa manera de operar a Hugo Chávez, el mentor de Nicolás Maduro.
Se comprobó en la reciente cumbre del Alba, en Caracas, donde Raúl Castro sostuvo el asombroso argumento de que los gobiernos latinoamericanos que no pertenecían a esa alianza –la gran mayoría de la región– eran las “verdaderas dictaduras disfrazadas de democracias” ■
Hay una rotunda predictibilidad en esos autoritarismos caribeños, que asocian el éxito político a la retención indefinida del poder por la misma persona.