30 años de democracia directa: un balance
En marzo de 1988 los ciudadanos eligieron por primera vez sus alcaldes. Fue una apuesta por la democratización de la gestión pública, el ingreso de nuevas fuerzas políticas –diferentes al bipartidismo-, la mejora en la prestación de los servicios y la búsqueda de la reducción del conflicto social. El balance en estos 30 años deja ganancias, deudas y algunos fracasos. Se ganó participación de organizaciones de izquierda, grupos étnicos y una que otra expresión alternativa. La gente tuvo la oportunidad de tener más cerca a sus gobernantes; la participación ciudadana y la rendición de cuentas llegaron para quedarse y en algunas zonas mejoró la provisión de bienes y servicios públicos. Finalmente, los municipios desarrollaron algunas capacidades para gestionar el desarrollo, por medio de la planeación y el manejo de finanzas locales. Sigue en deuda el proceso de descentralización. Ires y venires, producto de la hegemonía centralista, hacen que hoy día se hable más de re-centralización que de descentralización. El sistema se resiste a la devolución de competencias y encuentra en la concentración de decisiones y recursos una eficiente manera de reproducir poderes clientelistas y corruptos. El fracaso se refleja en las asimetrías del desarrollo regional y territorial, en la fuerte presencia de redes de corrupción y crimen organizado que han encontrado en las entidades municipales, más que un botín, un espacio de oportunidad para legitimarse en el uso del poder y controlar el territorio. A pesar de las deudas y los fracasos, la apuesta por la autonomía son una bandera de la profundización de la democracia. La corrupción no se presenta sólo en las regiones. Este fenómeno estructural se expresa en el centro y en lo local, por lo que concentrar más el poder es darle más oportunidades a la acción de la corrupción.