PARTIÓ UN SER GENIAL
Este miércoles le dijo adiós a la existencia -esa que tanto amó y por la cual mucho luchó- el gran astrofísico inglés Stephen
Hawking, cuyo valiente trasegar es un testimonio al servicio de la ciencia y la humanidad amén de una singular demostración de gran valía por parte de un ser lleno de limitaciones físicas que, desde los 21 años, padeció el ELA hasta quedar por completo paralizado y solo poder escribir tres palabras por minuto, las cuales dictaba a un computador adaptado para leer sus gestos faciales.
Las claves para entender la superación de esta mente prodigiosa son una voluntad de hierro, la perseverancia y el infinito amor que le prodigaron los suyos, entre los cuales ocupa un gran sitial Jane, su primera esposa y novia de la juventud, quien fue la madre de sus tres hijos. Un prohombre solo comparable a otro portento del pensamiento del último siglo: Al
bert Einstein, con quien compartió su amor por el conocimiento y, sobre todo, por la física, amén de que ambos fueron pésimos alumnos de matemáticas en su juventud.
Tal vez por eso Hawking tenía un gran sentido del humor, se mostraba lleno de jovialidad y optimismo, bromeaba con todos los que lo rodeaban y se reía del mundo entero y, por supuesto, de sí mismo; un ser descomunal que siempre tendrá que ser recordado como una persona positiva, llena de esperanzas que, por donde quiera que desfiló, dejó un recuerdo imborrable entre quienes tuvieron el privilegio de verlo, escucharlo y leerlo.
Pero, al mismo tiempo, su búsqueda incansable encaminada a confeccionar su denominada Teoría del todo (mediante la cual logró reunir las diversas visiones de los pensadores modernos: la concepción de la relatividad con el pensamiento cuántico, porque entendía que la tradicional expectativa de los teóricos encaminada a formular una sola construcción de la naturaleza era inalcanzable y no concurre una formulación única), es una muestra asombrosa de los confines hasta los cuales puede llegar la mente humana cuando entiende que no hay imposibles.
De allí que en “El Gran Diseño” (una obra escrita con
Leonard Mlodinow, en 2010), diga que el cosmos “no tiene una existencia única o una historia única, sino que cada posible versión del universo existe simultáneamente en lo que denominamos una superposición cuántica”, idea que según él superó todas las pruebas empíricas a la cual fue sometida; una muestra, pues, de suficiencia intelectual pero también de gran humildad, la misma con la cual interrogó durante setenta y seis años a la naturaleza y halló las respuestas que quería.
Se marcha, así, un gran soñador que deja un inmenso, esperanzador, hermoso, y muy duro legado a la especie humana, cuyo futuro -lo auguró en diversas intervenciones, la última de las cuales fue en un congreso celebrado en Beijing a comienzos de diciembre de 2017- es incierto porque las crisis climática, energética y ecológica, que afectan sobre todo a la biosfera, obligarán a los mortales a abandonar la tierra las próximas décadas antes de que se vuelva una gran bola de fuego; para sobrevivir, entonces, los hombres deberán buscar mundos habitables y no concentrase en un solo planeta, esta maltratada “casa común” como la llama el Sumo Pontífice. Para ello, advirtió ( y el reto es gigantesco), deben diseñarse nuevas formas de transportarse a través del cosmos porque con las tecnologías actuales las distancias son insuperables.
Así las cosas, culmina una vida maravillosa llena de misticismo, de la poesía del infinito (él, no se olvide, era el cantor de miríadas de estrellas perdidas en las galaxias), que, ahora, desde el recuerdo, continuará con la búsqueda de sus visiones en algún agujero negro hecho de estrellas colapsadas, que un día también se autodestruirá en medio de una gran explosión para que, de nuevo, el iniciado comience su historia didáctica del cosmos y del universo, como si se tratase del primer día de un bigbang esplendoroso
Se marcha, así, un gran soñador que deja un inmenso, esperanzador, hermoso y muy duro legado a la especie humana.