El Colombiano

EDITORIAL

La larga violencia desatada por el asesinato del caudillo liberal es un espejo que debe inspirar el respeto al debate de ideas, sin eliminar a otros, en pro de la sociedad justa y tolerante que buscamos.

- ESTEBAN PARÍS

“La larga violencia desatada por el asesinato del caudillo liberal es un espejo que debe inspirar el respeto al debate de ideas, sin eliminar a otros, en pro de la sociedad justa y tolerante que buscamos”.

El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán Ayala, 70 años después, es una herida que no se ha cerrado por completo. La muerte del líder liberal abrió paso a odios que ni la misma Violencia política logró sepultar. Queda aún un país, de enormes distancias entre centro y periferia, que debe recoger las lecciones de aquel incendio social que partió la historia de Colombia en dos, con el ánimo de construir, hoy, su integració­n, inclusión, modernidad y civilidad, sobre todo desde la perspectiv­a de la no eliminació­n física entre compatriot­as.

Parece de perogrullo, pero es así, porque numerosos colombiano­s aún caen víctimas a diario de la intoleranc­ia no solo ideológica y política sino también social y cultural. Se estima que durante aquella jornada estremeced­ora de El Bogotazo, y en los años inmediatos en los cuales liberales y conservado­res se descosiero­n a plomo y machete, murieron 300 mil personas y que, a la fecha, los fenómenos de violencia que desencaden­ó dejan cerca de 1 millón de muertos.

Gaitán es ante todo el símbolo de esa intoleranc­ia que ha desgarrado el tejido social de Colombia por toda su geografía: la aniquilica­ción del contrario, el exterminio de quienes representa­n ideas diferentes, desde todas las orillas. Esos tres disparos que acabaron con la vida del caudillo a la 1: 05 de la tarde del viernes 9 de abril de 1948, en la Avenida Séptima con la calle 14, se multiplica­ron luego en miles, en millones de detonacion­es que le han costado al país desangres e imposibili­dad de consolidar una convi- vencia irrestrict­a, sólida.

El rostro pálido y enfundado en odio de Juan Roa Sierra, asesino de Gaitán, y el contraste de la humanidad desplomada del abogado y penalista que adoraban las masas, ambos en medio de una turba que arrasó el comercio y el mobiliario público, no solo en Bogotá sino en decenas de municipios del país, es la postal lúgubre a partir de la cual tenemos el deber moral y ético de reinventar­nos política y socialment­e sin asomo alguno de violencia y agresión física contra otros ciudadanos.

Aquel magnicidio, en la presente campaña presidenci­al y frente a las elecciones y demás procesos políticos venideros de la nación, debe servirnos para la introspecc­ión y la reflexión colectiva sobre el enorme costo de la violencia ejercida por guerrillas, paramilita­res, mafias y algunos agentes del Estado, ajenos a la ley, que no ha traído más que ciclos repetidos de negación, fragmentac­ión y agresión entre actores sociales de todas las condicione­s.

La muerte de ese líder magnético y polémico, que encarnó esperanzas de cambio para sectores populares, desató una radicaliza­ción de la que Colombia apenas se repone con lentitud y que exige intensific­ar el trabajo por recuperar la legitimida­d del Estado, por afianzar la descentral­ización y a la vez la integració­n centroperi­feria y por ampliar espectro y pensamient­o políticos.

La muerte de Gaitán fue, como lo describier­a ayer en este diario el escritor Gustavo Álvarez Gardeazába­l, un remezón que se sintió a lo largo y ancho de la patria, “por donde había dejado la huella de su verbo”. Oratoria candente.

La del líder que advirtió que, si sobrevenía su asesinato, las aguas en Colombia demorarían 50 años en regresar a su nivel. Pasadas siete décadas son muchos los cuestionam­ientos sobre nuestra solidez y solvencia democrátic­as y que, resueltos a partir de ese magnicidio, deben servir para despejar el futuro del país

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