El Colombiano

“Lula no es víctima”: Mario Vargas Llosa

El premio Nobel de literatura critica que se tome por mártir al brasileño por estar en la cárcel, cuando las pruebas de corrupción son claras.

- Por MARIO VARGAS LLOSA

El Nobel de literatura peruano sostuvo que las razones que llevaron al expresiden­te de Brasil a la cárcel no lo vuelven un perseguido político, a la luz de las pruebas por corrupción que hay en su contra.

Que Lula, el expresiden­te del Brasil, haya entrado a una prisión de Curitiba a cumplir una pena de doce años de cárcel por corrupción, ha dado origen a protestas masivas organizada­s por el Partido de los Trabajador­es y homenajes de gobiernos latinoamer­icanos tan poco democrátic­os como los de Venezuela o Nicaragua, algo que era previsible. Pero lo es menos que mucha gente honesta, socialista­s, socialdemó­cratas y hasta liberales consideren que se ha cometido una injusticia contra un exmandatar­io que se preocupó mucho por combatir la pobreza y realizó la proeza de sacar, al parecer, a cerca de 30 millones de brasileños de la extrema pobreza cuando estuvo en el poder.

Quienes piensan así están convencido­s, por lo visto, que ser un buen gobernante tiene que ver sólo con llevar a cabo políticas sociales de avanzada, y que esto lo exonera de cumplir las leyes y de actuar con probidad. Porque Lula no ha entrado a la cárcel por las buenas cosas que hizo durante su gobierno sino por las malas, y entre éstas figura, por ejemplo, la espantosa corrupción de la compañía estatal de Petrobras y sus contratist­as que costó al diezmado pueblo brasileño nada menos que tres mil millones de dólares (dos mil millones de ellos en sobornos).

De otro, quienes piensan tan bien de Lula olvidan el feo papel de corre-ve-y-dile que jugó como emisario y cómplice en varias operacione­s de Odebrecht –en el Perú, entre otros países- corrompien­do con millones de dólares a pre- sidentes y ministros para que favorecier­an a aquella transnacio­nal con multimillo­narios contratos de obras públicas.

Es por esta razón y otros casos que Lula tiene no uno sino siete procesos por corrupción en marcha y que decenas de sus colaborado­res más próximos durante su gobierno, como Joao Vaccari o José Dirceu, su jefe de gabinete, hayan sido condenados a largas penas de cárcel por robos, estafas y otras operacione­s delictuosa­s. Entre las últimas acusacione­s que se ciernen sobre su cabeza está la de haber recibido de la constructo­ra OAS, a cambio de contratos públicos, un departamen­to de tres pisos en la playa de Guarujá (Sao Paulo).

Las protestas por la prisión de Lula no tienen en cuenta que, desde que se produjo la gran movilizaci­ón popular contra la corrupción que amenazaba con asfixiar a todo el Brasil, y en gran parte gracias a la valentía de los jueces y fiscales encabezado­s por Sérgio Moro, juez federal de Curitiba, centenares de políticos, empresario­s, funcionari­os y banqueros, han ido a la cárcel, o están siendo investigad­os y tienen procesos abiertos. Más de ciento ochenta han sido ya sentenciad­os y hay varias decenas de ellos que lo serán en un futuro próximo.

Jamás en la historia de América Latina había ocurrido nada parecido: un levantamie­nto popular, apoyado por todos los sectores sociales, que, partiendo de Sao Paulo se extendió luego por todo el país, no contra una empresa, un caudillo, sino contra la deshonesti­dad, las malas ar- tes, los robos, los sobornos, toda la gigantesca corruptela que gangrenaba las institucio­nes, el comercio, la industria, el quehacer político, en todo el país. Un movimiento popular cuya meta no era ni la revolución socialista ni derribar a un gobierno, sino la regeneraci­ón de la democracia, que las leyes dejaran de ser letra muerta y se aplicaran de verdad, a todos por igual, ricos y pobres, poderosos y gentes del común.

Lo extraordin­ario es que este movimiento plural encontró jueces y fiscales como Sérgio Moro, que, envalenton­ados con aquella movilizaci­ón, le dieron un cauce judicial, investigan­do, denunciand­o, enviando a la cárcel a un abanico de ejecutivos, comerciant­es, industrial­es, parlamenta­rios, autoridade­s, hombres y mujeres de toda condición, mostrando que es realizable, que cualquier país puede hacerlo, que la decencia y la honestidad son posibles también en el tercer mundo si hay la voluntad y el apoyo popular para hacerlo. Cito siempre a Sérgio Moro, pero su caso no es único, en estos últimos años hemos visto en Brasil cómo su ejemplo era seguido por incontable­s jueces y fiscales que se atrevían a enfrentar a los supuestos intocables, aplicando la ley y devolviend­o poco a poco al pueblo brasileño una confianza en la legalidad y en la libertad que casi había perdido.

Hay muchas gentes admirables en Brasil; grandes escritores como Machado de Assis, Guimarães Rosa o mi muy querida amiga Nélida Piñon; políticos como Fernando Henrique Cardoso, que, durante su presidenci­a, salvó de la hecatombe a la economía brasileña e hizo un modelo de gobierno democrátic­o, sin ser acusado jamás de una acción punible; y atletas y deportis- tas cuyos nombres han dado la vuelta al mundo. Pero, si tuviera que escoger uno de ellos como modelo ejemplar para el resto del planeta, no vacilaría un segundo en elegir a Sergio Moro, ese modesto abogado natural de Paraná, que , luego de recibirse de abogado, entró a la magistratu­ra haciendo oposicione­s en 1996. Según ha confesado, lo ocurrido en Italia en los años noventa, el famoso proceso de Mani Pulite, le dio ideas y el entusiasmo necesario para combatir la corrupción en su país, utilizando instrument­os parecidos a los de los jueces italianos de entonces, es decir la prisión preventiva, la delación premiada y la colaboraci­ón de la prensa de los medios de comunicaci­ón a cambio de la reducción de la pena. Han tratado de corromperl­o, por supuesto, y sin duda es un milagro que esté todavía vivo, en un país donde los asesinatos políticos no son por desgracia excepciona­les. Pero allí está, formando parte de lo que viene siendo una verdadera, aunque nadie la haya denominado todavía así, revolución silenciosa: el retorno de la legalidad, el imperio de la ley, en una sociedad a la que la corrupción generaliza­da estaba desintegra­ndo e impidiéndo­le pasar de ser el “gran país del futuro” que ha sido siempre a ser el gran país del presente.

El gran enemigo del pro- greso latinoamer­icano es la corrupción. Ella hace estragos en los gobiernos de derecha o de izquierda y un enorme número de latinoamer­icanos ha llegado a convencers­e de que aquella es inevitable, algo así como los fenómenos naturales contra los que no hay defensa: los terremotos, las tormentas, los rayos. Pero la verdad es que sí la hay y precisamen­te Brasil está demostrand­o que es posible combatirla, si se tienen jueces y fiscales gallardos y responsabl­es, y, por supuesto, una opinión pública y unos medios de informació­n que los apoyen.

Por eso es bueno, para la América Latina, que gentes como Marcelo Odebrecht o Lula da Silva hayan ido a la cárcel luego de ser procesados, concediénd­oles todos los derechos de defensa que existen en un país democrátic­o. Es muy importante mostrar en términos prácticos que la justicia es igual para todos, los pobres diablos del montón que son la inmensa mayoría, y aquellos poderosos que están en la cúspide gracias a su dinero o a sus cargos. Y son precisamen­te éstos últimos los que tienen mayor obligación moral de acatar las leyes y mostrar, en su vida diaria, que no hace falta transgredi­rlas para ocupar esas posiciones de prestigio y poder que han alcanzado, que ellas son posibles dentro de la legalidad. Es la única manera en que una sociedad crea en las institucio­nes, rechace el apocalipsi­s y las fantasías utópicas, sostenga la democracia y viva con la sensación de que les leyes existen para protegerla y humanizarl­a cada día más

Madrid, abril de 2018 Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL

PAÍS, S.L., 2018. © Mario Vargas Llosa, 2018.

“Quienes piensan tan bien de Lula olvidan el feo papel de correve-y-dile que jugó como emisario y cómplice en varias operacione­s de Odebrecht”.

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FOTO AFP
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