NACE UN ESCRITOR
Hace un par de semanas, presenté la obra más reciente de Cris
tian Romero, “Después de la ira”, una novela corta que vale la pena comprar ya mismo si quiere pasar dos o tres horas intensas de una literatura que mezcla lo mejor de grandes novelas y cuentos como “El coronel no tiene quién le escriba”, “El llano en llamas”, “Espuma y nada más”, “El camino del tabaco”, y otras grandes historias que, casualmente, son de esas que no he olvidado, se quedaron en mi vida y por eso suelo recordarlas y recomendarlas cada que puedo.
Lo bueno es que la novela de Cristian no es una imitación de las historias mencionadas, “Después de la ira” tiene vida propia y un montón de elementos novedosos que pocos escritores jóvenes colombianos han explorado, menciono solo dos: el campo y la ciencia ficción. La primera, como una lucha o un homenaje a quienes creen que siempre, por muy mal que vayan las cosas en el mundo rural, siempre es mejor intentarlo para salvar la vida misma. Pensé mucho en mis parientes que vivían en Granada y casi no deciden venir a la ciudad porque para ellos la vida estaba en esas montañas verdes que siempre estuvieron vitales en el corazón, la última cosecha siempre les dio esperanza hasta que los fusiles de la guerra no le dieron más chance a la vida.
La segunda, discreta pero muy intensa, como si nos dijera que la ciencia ficción sencillamente es una realidad posible. Por algo Julio Verne decía que la ficción de hoy es la ciencia del mañana. La de Romero es sutil, por algo, mientras una multinacional quiere ahogar a un pueblo, comprar todos los centímetros de tierra para envenenarla, un montón de langostas del tamaño de un perro son la estrate- gia para destruir los “maizales de mierda”; mientras tanto, la mancha en el cuerpo de una mujer se vuelve la premonición de que todo terminará mal y una niña no para de cantar fragmentos religiosos que, a la vez, alimentan las plantas contaminadas.
Cuando Cristian y yo empezamos a conversar sobre su novela, él mencionó un cuento de
Manuel Mejía Vallejo que yo no había leído y daba pistas sobre su novela: “Tiempo de sequía”. La inquietud quedó sembrada y la casualidad también. Como la semana pasada estuve en Bogotá, pasé por la librería donde más me he sorprendido, donde más he encontrado libros extraños y perdidos sin querer. Como si los anaqueles fueran capaces de leer mi mente, en la parte más alta de la librería, encontré, no solo “Tiempo de sequía”, sino que ese libro precioso era la primera edición, de 1957, editada por Balmore Álvarez García, quien decía que con estos cuentos Mejía Vallejo se ubicaba entre los grandes cultivadores del cuento en América.
Apenas terminé de leer “Tiempo de sequía” entendí mejor, no solo la novela de Romero, sino que me convencí, una vez más, de que la literatura, a lo largo de la historia, ha enfrentado las calamidades del hombre, su miseria, su sed, su hambre, su angustia, su inconformidad, su venganza, la esperanza. Un tarro de café raspado, un seno dispuesto para que un bebé muera lentamente de hambre, una historia que nos dice que, a pesar de la tierra seca que nos angustia tanto, aún siguen naciendo grandes escritores como Cristian Romero