El Colombiano

Elogio a Marco Polo y sus viajes

Colón no hubiera descubiert­o América de no haber leído al mercader más famoso.

- Por JULIANA GONZÁLEZ RIVERA

Era 1298. Con 44 años, Marco Polo, mercader y viajero, estaba preso. Había regresado a Venecia tras 26 años a las órdenes de Kublai Khan, señor de los mongoles. En una batalla por el dominio del Mediterrán­eo, al mando de un barco de guerra, cayó prisionero y fue en el cautiverio en el que dictó sus recuerdos asiáticos, en una fortaleza de Génova que compartía con Rustichell­o de Pisa, autor de novelas de caballería que terminó siendo su escribano.

Desde Heródoto, que en el siglo V a. C. describió los territorio­s más allá de Grecia, y de los cronistas de Alejandro Magno, que relataron los pueblos desde Egipto hasta la India, ningún viajero había ido tan lejos ni viajado tanto tiempo. Poco antes que Marco Polo, un fraile italiano y un embajador francés habían estado en tierras mongolas, pero solo su testimonio gozó de tanta difusión: hubo una auténtica industria para distribuir­lo, apareciero­n 85 versiones y se tradujo al latín, al alemán y al español. Esos libros eran manuscrito­s. Para tener un ejemplar, había que copiarlo.

Por eso el contenido variaba y se conocía con varios títulos: La descripció­n del mundo, El libro de las maravillas o Il Millione, sinónimo de exagerado, porque él todo lo contaba por miles: el Khan tenía diez mil sirvientes, miles asistían a los ban-

quetes y miles eran los puentes y edificios. Sus contemporá­neos pasaron del asombro a la desconfian­za, y la autenticid­ad aún está en discusión.

La partida

Viajar hoy es natural, así como un relato de Oriente. En la antigüedad era en extremo difícil y estaba reservado a unos pocos intrépidos.

Como explica el experto en el periodo helenístic­o, Carlos García Gual, salir de Europa era enfrentars­e a lo desconocid­o, tratar con bárbaros que hablaban otras lenguas y tenían raras costumbres; una lejanía que, según la creencia, estaba poblada de dragones, basiliscos, hombres con un solo pie o cabeza de perro.

El itinerario debía trazarse sobre el terreno. No había guías, los peligros eran cientos –asaltos, pestes, hambre, climas inhóspitos– y era usual hacer un testamento antes de partir porque lo normal era que quienes se iban no volvieran.

Así había sido el viaje y continuaba siéndolo cuando Marco Polo se aventuró hacia tierras asiáticas con su padre y su tío, que habían visitado antes Karakorum como comerciant­es. Allí trabaron amistad con el soberano, que los mandó de vuelta a Occidente como emisarios ante el Papa: quería que éste le enviara cien sabios que le instruyera­n en ciencias y sobre la fe cristiana. Los venecianos, tras cumplir su embajada, partieron de nuevo hacia el Oriente lejano en 1271, esta vez en compañía del joven Marco que acababa de cumplir 17 años.

La travesía

Las cruzadas habían alentado la imagen de Oriente como un territorio de ensueño, rico en especias, alfombras y piedras preciosas, al tiempo que amenazador porque allí habitaban dragones, idólatras, invasores y herejes.

Los Polo conocían las ventajas comerciale­s de la región. Así, y gracias a la Pax Mongólica –el periodo de estabilida­d en Eurasia bajo el dominio mongol–, los venecianos decidieron hacer el recorrido por tierra. Era el camino de la Ruta de la Seda. A veces viajaban con otros mercaderes, por seguridad. Hacían jornadas de hasta 30 kilómetros a pie, o en caballos y camellos. Llevaban cacerolas, cebollas, ajos, carne salada, agua, vino y harina para pan. Dormían en caravasare­s o tiendas de campaña de pieles de animal.

En Bagdad fueron atacados por bandidos. En Armenia, Marco se fascinó con las alfombras. En Irak lo sorprendie­ron los credos que convivían en paz y, en tierras persas, conoció la historia de los reyes magos que, según contó, estaban enterrados en cenotafios magníficos, en una región donde eran adoradores del fuego y el zoroastris­mo.

Cada cosa era un descubrimi­ento y eso fue lo que luego incluyó en su libro: las cumbres nevadas del Pamir, los budas gigantes del Tíbet, las minas de sal y plata en Afganistán. Se sorprendió con la costumbre de incinerar a los muertos –cristiano de la Edad Media, creía en la importanci­a del cuerpo para la resurrecci­ón–.

En Irán descubrió la turquesa, el jade en Kotán, y fue el primero en intuir que las montañas más altas del mundo están en el Himalaya. Describió espléndida­s ciudades, oasis, los desiertos de Gobi, del Taklamakán y las montañas de colores en Kashgar. Nada de eso conocían sus contemporá­neos.

Verdades o mentiras

En el prólogo de su libro, Marco Polo asegura que solo dice la verdad. Hay quienes lo ponen en duda y califican de sospechoso que no hubiera mencionado la ceremonia del té en China, la gran muralla, la costumbre de vendarles los pies a las mujeres o que ningún archivo mongol tuviera su nombre.

Su relato, además, incluye anécdotas inverosími­les como la del viejo de la montaña, que vive en un edén con ríos de vino, miel, leche, agua y mujeres hermosas. O su alusión al Preste Juan, un patriarca oriental del que nunca se ha comprobado su existencia. Habla de dunas cantoras en el

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ILUSTRACIÓ­N ESTEBAN PARÍS

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