Consecuencias de tener 3.000 objetos
Durante milenios vivimos con unas pocas cosas radicalmente necesarias. Hoy todo es desechable.
Lo pensé ayer, casi sin pensarlo, cuando pegué en la pared del baño de mi casa un ganchito autoadhesivo de fina lata virgen: que no tenía ni la menor idea –ni la menor posibilidad de hacerme una idea– sobre su origen. No tenía modo de saber quién lo habría hecho, cómo sería el lugar, cómo el trabajo, cómo su recorrido desde algún rincón de la China hasta el chino de la esquina de mi casa. Como casi todo lo que usamos, el ganchito llegaba de la nada –y ni siquiera nos sorprende.
Durante milenios, las cosas que cada quien tenía tenían una historia –más o menos– conocible. El dueño de un martillo sabía que lo había hecho Lope, el del taller de la otra cuadra, el hijo de Trini, la prima del tío Perro. Ahora no –y además tenemos tantas cosas que si les conociéramos la historia no tendríamos tiempo para nada más.
Vivimos en la civilización de los miles de cosas. En Estados Unidos –donde hacen
estas cuentas– un estudio reciente dice que un hogar promedio posee 300.000 cosas, “desde clips hasta tablas de planchar”. En Inglaterra un niño de 10 años posee 238 juguetes, aunque juega con diez o doce. Y la investigación de una aseguradora inglesa dice que nos pasamos diez minutos por día buscando cosas que perdimos: en una vida pueden ser 200 días perdidos en la búsqueda. Casi nada, comparados con los 2.000 que pasamos de compras.