SALPICÓN DE SENTIMIENTOS
La página en blanco. La mano enyesada, y no diré si la izquierda o la derecha para no crear suspicacias políticas que podrían dejarme más maltrecha de lo que ya estoy. Un dolor que persiste. El país en vilo. Un momento político que exige tapabocas. El rancho ardiendo y los bomberos empecinados en apagarlo con combustible. Para completar el cuadro, dos maletas en la puerta que confirman una partida inminente: la del hijo que escala un peldaño más hacia su sueño de oro, su proyecto de vida y su realización profesional. El corazón chisporroteando como aserrín prendido, en una casa que se siente inmensa ocupada por esta alma, casi en pena, en la fiel compañía de dos gatas que merodean en busca de caricias.
Mi hijo y Colombia, guardadas las debidas proporciones, están en un momento de transición donde lo que sigue es coger fuerza en las alas para volar tan alto como deseen. Pero no voy a dejar que este salpicón de sentimientos me lleve a posar de la politóloga que no soy, por dejar de ser la mamá que me precio de ser, con todos mis errores, mis imperfecciones y este amor infinito por ese niño grande que hoy deja la casa y para quien deseo que el amor, la disciplina, el compromiso y la sabiduría lo acompañen en su nuevo camino.
Lejos, separados por muchos kilómetros, empiezan a quedar la universidad, los libros, los profesores y los compañeros. Es la hora de los pacientes, de mirarlos a los ojos, de apretar su mano, de palmotear su espalda y por qué no, de sonreírles, pequeños detalles que, como una pócima mágica, suelen ser más efectivos que los medicamentos de una fría lista del POS.
Es hora de agudizar los sentidos, de saber y entender a través del tacto, de identificar con solo mirar, de valorar olores, colores y sinsabores de quienes acudan a él en busca de alivio y curación. De poner en práctica lo aprendido y de fortalecer conocimientos. De aprender de quienes tienen la experiencia y la sabiduría de los años. Pero también de aceptar con humildad aquello que no sabe y reforzarlo para no olvidarlo jamás.
Es el momento de ejercer la vocación, esa especie de llamado o de destino marcado por el deseo de servir a los demás, sin olvidar que de nada valdrán las asignaturas aprobadas si se carece de compasión, humanismo, calidez y calidad aun en medio de la pre- sión por la cantidad. Que el afán de un sistema a veces indolente y materialista no sea el culpable de un mal diagnóstico que pueda arruinar la vida de alguien para siempre.
Ahora empieza el verdadero reto: Ver en los ojos de un enfermo el alivio de haberse encontrado con un médico sensible, amable, íntegro y comprensivo. Suena a cantaleta de mamá, es posible, pero solo así valdrá la pena el esfuerzo, lucir la bata blanca y llevar el “fonendo” al cuello. Lo demás será accesorio, y el tratamiento de doctor, un formalismo muy acostumbrado en nuestro medio para sacar pecho, a veces por nada.
Seres humanos haciendo las cosas bien por otros seres humanos, de eso se trata. De servir sin mezquindad, con generosidad, sin ponerle límites a la honestidad. Lo mismo requiere Colombia. Con toda, a fondo, hasta juagarse en sudor
Mi hijo y Colombia, guardadas las debidas proporciones, están en un momento de transición.