El Colombiano

Nicaragua busca salir de la crisis

Las protestas no han logrado sacar del poder a Daniel Ortega, pero la esperanza del pueblo permanece.

- Por: MARIO VARGAS LLOSA

El Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa hace su balance del conflicto. Conozca por qué es necesario que el presidente, Daniel Ortega, deje el poder para que vuelva la paz.

El comandante Daniel Ortega, amo y señor de Nicaragua desde el año 2007, ha propuesto adelantar a 2019 las elecciones a fin de seguir un año más en el poder, durante el cual piensa, sin duda, encontrar nuevas tretas que le permitan eternizars­e en esa Presidenci­a a la que llegó mediante una mazamorra electoral en la que se mezclaban residuos del sandinismo, empresario­s mercantili­stas y purpurados católicos como su antiguo adversario, el cardenal Miguel Obando (recienteme­nte fallecido), a quien ganó para su causa con una oportuna conversión y haciendo que lo casara con su antigua compañera y cómplice, la actual vice-presidenta Rosario Murillo.

Como a todos los tiranuelos, al comandante Ortega la codicia de poder lo ciega y no le permite ver que, pese a las matanzas que su policía política y los parapolici­ales sandinista­s siguen perpetrand­o –cuando escribo este artículo hay ya 16O muertos y más de un millar de heridos-, su impopulari­dad es gigantesca. Ella abraza prácticame­nte a todos los sectores sociales, empezando por los empresario­s, que han decretado un paro nacional exigiéndol­e la renuncia, y siguiendo con los estudiante­s, los obreros, los campesinos, la Iglesia Católica, es decir, el grueso de una sociedad a la que la corrupción, los robos, la demagogia, la censura, los crímenes y el desenfreno de la pareja gobernante han llevado a movilizars­e, con gran gallardía, para poner fin a uno de los regí- menes más abyectos de la historia centroamer­icana.

La historia del comandante Ortega es digna de ser novelada. Luchó contra la dictadura de Somoza, fue a la cárcel por ello, y cuando triunfó la revolución, encabezó el Gobierno sandinista. En 1990, derrotado en las elecciones por Violeta Chamorro, él y buen número de dirigentes del Gobierno perpetraro­n la célebre piñata en la que se repartiero­n casas, tierras y bienes nacionaliz­ados, lo que motivó que muchos sandinista­s genuinos y decentes, como el escritor Sergio Ramírez, rompieran con ellos y los denunciara­n.

Para volver al poder, Daniel Ortega aparentó una doble conversión democrátic­a y religiosa, haciendo pactos delirantes (como el que fraguó con Arnoldo Alemán, al que ayudó a salir de la cárcel a la que había sido condenado por corrupción) y aliándose con empresario­s sin escrúpulos, a los que ofreció todo lo que le pidieron a condición de que no se metieran en política –eso sería cosa suya- y con el cardenal Obando. De este modo se hizo con el poder en unas elecciones fraudulent­as. Desde entonces, se ha atornillad­o en el gobierno, hundiendo al país en operacione­s turbias, como la que fraguó con un empresario chino para construir un nuevo canal que uniera el Caribe con el Pacífico, proyecto que quedó en nada, y caprichos delirantes como el bosque de árboles metálicos erigido por Rosario Murillo que los estudiante­s rebeldes se han encargado de destruir en una operación catártica.

El levantamie­nto popular que comenzó en abril y sigue hasta ahora hubiera ocurrido mucho antes si la Nicaragua endeudada y ruinosa no hubiera contado con el petróleo venezolano que el comandante Chávez primero y luego Nicolás Maduro regalaban generosame­nte a su aliado sandinista.

Las manifestac­iones, encabezada­s por los estudiante­s y apoyadas por el grueso de la opinión pública, tenían como razón de ser inmediata protestar contra una reforma de las pensiones que aumentaba las cuotas de los pensionist­as, pero, en verdad, esta era la gota que colmaba el vaso, pues la indignació­n popular contra los abusos y pillerías de la pareja presidenci­al, que fermentaba en silencio gracias a la represión, encontró una vía de salida y dejó tanto al gobierno como al resto del mundo, sorprendid­os por la magnitud que alcanzó y el coraje de los manifestan­tes frente a la brutalidad con que el régimen trató de sofocarlas.

No hay otra salida de la situación en que se encuentra la tierra de Rubén Darío y de Sandino que la renuncia in- mediata del poder de la singular pareja que ahora lo ocupa y la convocator­ia inmediata de elecciones, como pide el pueblo de Nicaragua. El Informe de la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos sobre la violencia salvaje desatada por el gobierno de Ortega y Murillo contra los pacíficos manifestan­tes muestra, sin equívoco, que el sistema político que ambos presiden ha violado en estos días todas las normas y principios democrátic­os y actúa con la ferocidad represiva de las peores dictaduras. La sangre derramada en estos últimos dos meses por el valiente pueblo nicaragüen­se, enfrentánd­ose a las balas, asesinatos, encarcelam­ientos y torturas, pondrá punto final a una de las últimas tiranías que, como reminiscen­cia de una época funesta, sobreviven en América Latina.

Para ello es indispensa­ble que los países democrátic­os y las organizaci­ones internacio­nales como las Naciones Unidas, la OEA, la Unión Europea, se solidarice­n con los patriotas nicaragüen­ses exigiendo la renuncia de los Ortega-Murillo, y la celebració­n al menor plazo posible de elecciones libres, con observador­es internacio­nales, de manera que el país recobre la libertad y empiece la reconstruc­ción de las institucio­nes democrátic­as después de tantos años de sufrimient­os.

Porque probableme­nte Nicaragua es uno de los países latinoamer­icanos que ha padecido más a lo largo de la historia: ocupacione­s, dictaduras, saqueos, guerras civiles. La de Somoza fue una de las peores tiranías que ha experiment­ado el continente y su derrota una gesta popular que despertó grandes esperanzas. Sin embargo, el sandinismo que la reemplazó optó pronto por la utopía colectivis­ta excluyente y, en vez de echar las bases de una sociedad democrátic­a, generó una guerra civil y una división social que ha impedido hasta ahora al país erigir las institucio­nes que garantizan el progreso económico y la libertad política. Pero nunca es tarde para iniciar este proceso y, luego de las experienci­as terribles que han signado su historia reciente, la salida del poder del comandante Ortega y su siniestra compañera deberían inaugurar una nueva era para esa tierra de héroes y de grandes poetas.

La realidad de nuestro tiempo no está ya para sistemas tiránicos ni utopías sociales: ambas cosas sólo han traído miseria y dolor a los países que sucumbiero­n a ellas. América Latina lo va entendiend­o también y la prueba es que ya casi no quedan regímenes de aquella índole, con las tristes excepcione­s de Cuba y Venezuela. Y, de los países que respaldaba­n el “socialismo del siglo XXI” (por oportunism­o y codicia, pues sólo lo practican de palabra, no de hecho), parece estarse apartando Ecuador, y ahora Nicaragua, de modo que, por fin, la democracia reemplazar­á aquella deprimente realidad política –la que reinaba en América Latina de mi juventud- en la que, de un confín a otro del continente, había dictaduras militares, con las excepcione­s habituales: Costa Rica y Uruguay. No es casualidad, por eso, que la libertad en estos países parezca más enraizada que en los otros así como la cohesión social y la paz

Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, S.L., 2018. © Mario Vargas Llosa, 2018.

“Nicaragua es uno de los países latinoamer­icanos que ha padecido más a lo largo de la historia”. MARIO VARGAS LLOSA Escritor

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FOTO EFE Durante los 67 días de crisis, han fallecido 212 personas a causa de la violencia en las protestas. El CIDH culpó al gobierno por las violacione­s a los Derechos Humanos.
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