ESCOMBROS
Hay palabras que no se entienden hasta que uno se topa de frente con la realidad que significan. “Escombros”, por ejemplo, duro y amargo vocablo que desde la lejanía no suena tan dramático como ha sido el hecho de que en pocos segundos un edificio de 18 pisos se convierta en una informe montaña de cemento destrozado, ladrillos rotos, hierros retorcidos y guijarros de toda índole esparcidos por el suelo. Ocurrió en la Loma de los Bernal con el edificio Bernavento la semana pasada.
El jueves hizo ochos días se llevó a cabo el derribamiento de este moderno edificio venido a menos por fallas en la construcción y que la Alcaldía ordenó derrumbar. Así haya sido impostergable esa decisión de las autoridades; así haya sido digno de encomio el acompañamiento de las instituciones que tienen que ver con esta clase de emergencias; así haya sido impecable el trabajo de preparación y la implosión misma del edificio por parte de la empresa Atila; así todo haya salido bien y no se hubiesen presentado imprevistos catastróficos, así y todo, queda en el alma la tristeza por los dueños de los 48 apartamentos que se volvieron trizas en un santiamén. Tristeza que es solidaridad impotente por parte de los vecinos que los acompañamos por años, días, horas y en los cinco últimos segundos que duró la explosión; solidaridad y tristeza que es también llamado de urgencia para que el Estado no los abandone, no los deje a solas con su desgracia. Perdieron más que dinero, más que una posesión material, porque a ellos lo que se les derrumbó fue un sue- ño, para muchos tal vez el último de sus vidas. Es de esperar que los responsables de este desastre no queden impunes, bajo los escombros del olvido y de la indiferencia oficial. Yo, por mi parte, filósofo callejero, cambio de enfoque para terminar, pienso en esa palabra, “escombros”, y desde aquí, desde un privilegiado balcón que me permite mirar desde lo alto los restos de dinosaurio abatido del edificio Berna- vento, busco alguna lección mínima para la vida.
Tal vez la existencia sea un gran edificio que construimos -y esa es nuestra obligación como humanos- llenos de ilusión, de grandes sueños, pero tarde o temprano llega el derribamiento. No es el final, no es el fracaso. Es la culminación de la vida, y toda culminación es plenitud aunque implique agotamiento, terminación. La muerte es también implosión. Al morir nos derrumbamos sobre nuestro propio centro. Que es Dios. No somos polvo, ceniza, nada (“pulvis, cinis, nihil” como rezaba el epitafio escrito en una tumba sin nombre que leí en un cementerio romano). Somos semilla de resurrección, no un montoncito de escombros insípidos. “Polvo seré, mas polvo enamorado”, dice el soneto de Quevedo
Tal vez la existencia sea un gran edificio que construimos llenos de ilusión, pero tarde o temprano llega el derribamiento.