El olvido carcome la Estación Botero
Inaugurada en 1914, a la centenaria edificación el paso del tiempo y la desidia le pasan la factura de cobro.
El corregimiento Botero, en el municipio de Santo Domingo, es de los pocos lugares en donde hubo más efervescencia hace un siglo que hoy: los últimos 104 años transcurridos desde que allí se inauguró la estación del ferrocarril, incluido el día que llegó el último tren (dicen que en el 2000), lo convirtieron en un lugar solitario, silencioso y nostálgico.
El más fiel reflejo de su decadencia es la misma estación del tren, conocida como Botero, a la que el cierre del ferrocarril le ha cobrado caro el abandono. En contraste con la estación Santiago (cuyo informe publicamos el domingo anterior), acá no se ve esperanza. A primera vista, la edificación parece en ruinas y se siente a punto de colapsar.
Dorancé Bedoya, uno de los cinco exferroviarios que habitan el lugar, resume la situación en una frase:
-Esto tiene que ver con el liderazgo de las comunidades, y eso es lo que ha faltado acá-, sostiene Dorancé, de piel morena, quien empezó en el ferrocarril como operario en 1971 y terminó con un cargo administrativo en 1989, cuando se jubiló de la empresa.
En el corazón de este hombre, nacido en Botero, pueblo que creció a la par con la estación, se mezclan la nostalgia y el dolor, pues siente que la edificación se hunde en el olvido y no asoma una mano que le dé esperanza de revivir.
Sentado en una banca junto al edificio, muestra las paredes corroídas con la marca de muchos años sin recibir ni una capa de cal. Pero no necesita indicarlo: el deterioro es visible también en los techos, donde las grietas dejan ver los largueros de cañabrava cayéndose a pedazos, mientras la cubierta se desniveló y amenaza con caer.
Albergue de familias
Para evitar un colapso peor, hace doce años, en el lugar se alojaron cinco familias que si bien no pueden intervenir el edificio, por lo menos lo custodian.
Luz Ardila, una de las residentes, de 49 años y con tres hijos, explica que Ferrovías les permitió vivir allí con el compromiso de que no hicieran ninguna intervención.
-Ellos nos hicieron firmar un documento para que no le fuéramos a hacer nada, ni a los muros ni los techos ni las puertas, y hemos cumplidodice Luz.
Su esposo, Miguel Custodio Ruiz, añade que cuando se alojaron no había baños ni lavaderos ni instalaciones eléctricas, y a ellos les tocó, al menos, hacer esas dotaciones.
-Nosotros llegamos acá de Santander, pagábamos arriendo, pero estábamos muy mal y entonces nos permitieron quedarnos; no creo que se vaya a caer, a pesar de lo mal que se ve- asegura.
En la parte frontal del edificio, que curiosamente es contraria al parque del corregimiento, sobre los parales que sostienen los techos, hay ropa tendida: toallas, pantalones y cobijas, entre varias prendas.
Al otro lado, un árbol de mango y una palmera de casi 30 metros de altura le dan sombra al edificio para que Héctor Guillermo Mesa, de 63 años; Bernardo Patiño Gaviria, de 85; y Dorancé, todos exferroviarios jubilados, se reúnan en las tardes a evocar los tiempos en los que Botero parecía un puerto comercial.
-Es imposible no recordar esa época tan linda hombre, y más yo que llegué aquí de Barbosa atraído por el tren, y acá me amañé, me casé, enviudé y acá me voy a morir, si Dios lo permite-, apunta Bernardo, que lleva 41 años de jubilado.
Era una estación clave
El ingeniero Ignacio Arbelá
ez, hijo de padre constructor de estaciones ferroviarias, quien se la pasa dictando conferencias sobre el tema, recuerda que Botero, en los tiempos de apogeo de este sistema de transporte, fue una estación clave.
-Entre 1910 y 1914 se cons- truyó un ferrocarril entre Medellín y Botero, en un recorrido de unos 70 kilómetros. En 1874 se había iniciado la construcción de otra línea entre Puerto Berrío y Cisneros (de 117 kilómetros) donde estaba la estación Palmichal, pero a ambas estaciones las separaba una montaña-, recuerda Arbeláez, que no oculta su emoción al contar la historia.
Debido a ese corte en el trayecto, los trenes que llegaban a Botero debían descargar
“La estación Botero fue importante, porque en ella terminaba el primer tramo del ferrocarril desde Medellín”. IGNACIO ARBELÁEZ Ingeniero experto en ferrocarriles
allí la mercancía, que luego era trasladada en mulas o por turegas (carruajes tirados por mulas o bueyes) hacia el otro lado de la montaña. En esa labor se desempeñaban muchos hombres, que llegaron a Botero atraídos por la oportunidad de trabajar, pero terminaron instalando allí su residencia. Y allí se ennoviaron, se casaron, formaron hogar y con el colapso del sistema, algunos también fueron emigrando a buscar vida en otros puertos.
Pero la época dorada de Botero solo duró hasta 2018, cuando se puso a funcionar la estación Santiago, ubicada 11 kilómetros más al norte, que pasaría a convertirse en la nueva estación de carga. A Botero le tocó convertirse en un caserío agrícola y ganadero y fue allí cuando empezó su decadencia, la cual se acentuó en 1929, cuando se terminó de construir el túnel de La Quiebra, que unió las dos líneas del tren: la de Cisneros y la de Santiago.
Se podrá revivir el tren
Para llegar a Botero desde Medellín se toma la doble calzada Bello-Hatillo y se hace un giro a la izquierda. Una calle larga, de no más de un kilómetro, lleva hasta el centro del corregimiento, donde está la estación.
Afuera de esta, juegan y ladran varios perros callejeros que merodean por la edifica-
ción. Arriba se ven y se oyen pájaros volar y cantar. El ruido del tren, que para los lugareños era un canto que traía progreso, no se escucha desde el 2000, dicen. Desde entonces, en Botero solo hay nostalgia. Ni siquiera se ven niños en las calles y el caserío, en el que no habitan más de 1.000 personas, se ve triste.
El ingeniero Arbeláez, sin embargo, cree que todo puede cambiar con el proyecto del gobernador Luis Pérez de revivir el viejo ferrocarril entre el Valle de Aburrá y Botero. Dice que ese proyecto, seguro, tendrá financiación y todos los caseríos y pueblos donde hubo estación volverán a escuchar la algarabía de los viajeros y a experimentar el progreso.
-El deterioro de la estación no será problema, ese edificio lo reconstruirán mucho más moderno y cómodo. Si hay que conservar algo, se conserva, pero lo que viene será mucho mejor- comenta eufórico.
Dorancé es más escéptico. -Se para más fácil un cordón de tripa que el ferrocarril- afirma y se lamenta de la suerte de las de doce madres cabeza de hogar que, dice, eran las que les vendían las arepas, empanadas y hojaldres a los viajeros que traía el tren, y que una a una fueron desapareciendo cuando ya no hubo vagones y la estación, abandonada, se fue llenando de grietas, humedad y olvido ■