Tengan 91, 61 o 34 años
solo en el apartamento. A la hora de cocinar, acosado por el hambre, quiso prepararse un café con leche y unos huevos revueltos.
La bebida le quedó amarga, casi imbebible, y los huevos malos. No se explicaba por qué unos asuntos que parecían tan sencillos pudieran causarle tal dificultad.
Se obligó a consumir aquellas sustancias por necesidad. Total, no había llegado la época del expendio de comidas preparadas y para el servicio a domicilio habría que esperar mucho muchos años más.
“Había un dicho popular muy recurrente: los hombres en la cocina, huelen a rila de gallina”, recuerda Carlos.
Que los hombres cocinaran o asearan la casa era un asunto que al decir de María Cecilia ni siquiera se le ocurría a nadie pensarlo.
Jaime sintetiza las cosas de esta manera: en la crianza de los hijos, “la madre daba la disciplina”. En esta, explica, como eran tantos hijos, no había una formación individualizada, de acuerdo con la personalidad de cada uno, sino más general. Se impartían unas reglas que debían acatarse por igual. ¿Y el padre qué hacía? “Se encargaba de velar porque se mantuviera la unidad”, puntualiza el bisabuelo.
Carlos afirma que cuando le tocó el turno de criar a sus hijos —que ya no fueron ocho como los de su padre, sino que la cuenta la redujo a cuatro—, ya le tocó algunas veces incursionar en la preparación de teteros y de cambiar pañales, si bien estos fueran al principio de tela, cosa que no le hubiera pasado por la mente a su papá.
Y esta actividad, que en el caso del hombre de sombrero debe subrayarse porque apenas comenzaba en nuestro medio y, hace 30 años no era aun asunto generalizado, es un tema corriente para Sebastián, según comenta.
Hay que aclarar que entre los Duque existe otra particularidad en este punto. Carlos no se explica por qué, sabiendo que a su padre se le quemaba un agua y la escoba era un objeto ajeno a él, que apenas veía pasar por su lado cuando la empleada de la casa, “la dentrodera”, la movía armónicamente como un remo, su madre, María Cecilia, decidió que los hijos, no solamente las cuatro mujeres sino los hombres, aprendieran a pegar botones a las camisas, hacer hilvanes a los pantalones y cocinar algunas cosas.
¿Sería acaso que quería que ellos no tuvieran problemas de supervivencia, en caso de que la vida los arrinconara, así fuera momentáneamente, a la soledad, sin nadie que hiciera algo por ellos, como le pasó al mayor de todos en Filadelfia?
Estar juntos
Las costumbres cambian, no hay duda. En el tiempo en que Carlos y sus hermanos crecían no veían la hora de salir a vacaciones para irse a la casa de campo y pasar allí, reunidos, hasta que terminaban las vacaciones.
Vivían en El Salvador, en el centro oriente de Medellín, en una casa con solar y, por las tardes, María Cecilia se iba en su camioneta, acompañada por los hijos y un perro pastor belga llamado Negro, que se igualaba con los muchachos en necedades y gustos, a esperar a Jaime que saliera de la oficina, en la Avenida La Playa.
Jaime no ha sido dado a los bares, cuenta, de modo que irse inmediatamente a casa después del trabajo era un asunto cotidiano y placentero.
Eso viene, explica, del abuelo suyo, Antonio María Duque, un abejorraleño que tenía fama de “santo”, porque practicaba unas costumbres inmaculadas y, por eso, la gente de ese pueblo del oriente lo veneraba.
Y esa forma de ser se la transmitió aquel ancestro al hijo Domingo, papá de Jaime, entregado a su esposa y sus hijos.
Cuando volvían con Jaime del trabajo, en la casa, después de comer, todo era juego. Él se metía en el cuarto de los muchachos y allí reían e inventaban situaciones. Y cuando llegó la televisión, en los años sesenta, se reunían a verla en familia, distinto a hoy, comentan, donde cada uno tiene televisor en el cuarto y ve programas distintos.
Ahora, reconocen, no es igual. La ciudad ofrece tantas alternativas de diversión, que hay cierta tendencia de disgregarse un poco, porque las nuevas generaciones ya quieren pasar más tiempo aparte con sus amigos.
Ya estar juntos, comentan, no es tan fácil y “natural” como antes, sino que las ocasiones hay que crearlas.
Sin embargo, algo que no dejan perder los Duque es la reunión a comer los sábados en la casa de los bisabuelos.
Se juntan al menos 50 personas en esa casa dueña de una aritmética elevada: hijos, esposas, nietos, bisnietos.
“Como eran tantos hijos, no había una formación individualizada, de acuerdo con la personalidad de cada uno, sino más general. Se impartían unas reglas que debían acatarse por igual”.
No decían te quiero
Los antioqueños, hasta hace algunas generaciones, no eran dados a estar expresando verbalmente el afecto a los hijos. Lo hacían, por supuesto, con acciones: estaban pendientes de sus inquietudes, de sus necesidades, pero era raro que le dijeran a un hijo: te quiero.
Eran tiempos en los que no era mal visto que los papás les dieran unas palmadas o una pela con correa a los muchachos, cuando debían castigarlos por alguna travesura.
Sebastián, en cambio, dice que jamás lo ha hecho así con Manuel ni con la niña, hermanita de este. Los reprende, sí. Les expresa su descontento por lo hecho con su semblante y con palabras, pero no les ha dado una palmada o un correazo en la vida.
“Es curioso —reflexiona Sebastián—: actualmente tenemos los hijos cuando estamos más viejos que la gente de antes y, sin embargo, con la diferencia de edad tan grande que tenemos, somos más cercanos en el trato, somos más abiertos y les decimos con palabras que los queremos”.
Diferentes edades y un mismo sentimiento: ese de ser papás