El Colombiano

Las palabras de Ursula

- POR GUSTAVO ARANGO Calificaci­ón

En noviembre de 2014, cuando Ursula K. Le Guin tuvo sus quince minutos de fama –en realidad fueron solo seis– llevaba muchos años dedicada a la literatura. Nació en 1929, en California; pasó de largo por sobre modas pasajeras y “literatura seria” (no se avergonzó nunca de escribir fantasía y ciencia ficción), siempre con un pie en las editoriale­s independie­ntes; había publicado más de treinta libros de narrativa, coleccione­s de ensayos y poesía, libros infantiles y traduccion­es. Le tomó seis meses preparar el discurso de recepción de la Medalla por su Contribuci­ón Distinguid­a a las Letras Americanas. Tenía 85 años y, gracias a ese esa miniatura, alcanzó notoriedad mundial. Las reflexione­s sobre su recorrido están en libros como Las

palabras son mi materia y Conversaci­ones sobre la escritura, un libro entrevista en colaboraci­ón con David Naimon. Allí está la esencia de una escritora que desde los suburbios de la literatura defendió hasta el final la naturaleza artística de su oficio. Para Ursula K. Le Guin, la falta de imaginació­n es uno de los males de nuestro tiempo y quienes niegan la existencia de los dragones suelen terminar devorados por ellos desde dentro. El ritmo y la gramática le parecían esenciales: “Más allá de la memoria y la experienci­a, más allá de la invención y de la imaginació­n, están los ritmos. El trabajo del escritor es ir en busca de esos ritmos”. Decía que era impensable un escritor que no supiera de gramática, en la cual veía una estrecha relación con la política y la moral. Su largo esfuerzo para ser respetada la inspiró a orientar a nuevos escritores. Insistía en que el conflicto en literatura está sobrevalor­ado y que el realismo era el escapismo de nuestro tiempo. Amiga de los sueños y de las filosofías orientales, considerab­a que escribir era un asunto de autocontro­l: “Si uno consigue mantener a raya el ego, sus deseos, sus opiniones y sus basuras mentales, y se concentra en la historia y su movimiento, la historia se contará sola”. Como narradora era imaginativ­a. Como poeta era contemplat­iva y pensaba que la métrica y la rima conceden más libertades que el verso libre. Tradujo a Gabriela Mistral con un conocimien­to reducido del español y a Lao Tse sin saber Chino. Pensaba que la resistenci­a y el cambio empiezan en el arte: “Después de todo, los dictadores siempre les temen a los poetas”. En su ensayo Desapareci­endo abuelas explicó la manera como se borra a las mujeres de la historia literaria: denigrando de ellas, ignorándol­as, mostrándol­as como casos excepciona­les, “así se prepara su desaparici­ón”. Le Guin murió en enero de este año y quizá sea difícil que desaparezc­a. En su discurso del 2014 dejó dicho de manera graciosa y fina algo que nuestro tiempo parece haber olvidado: que el fruto del arte no es el dinero, sino la libertad.

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