El Colombiano

LOS ANIMALES SON PERSONAS

- Por JORGE RAMOS redaccion@elcolombia­no.com.co

Los vi morir, ahí, frente a mis ojos. Los cuatro langostino­s se retorcían sobre la plancha hirviente. Uno también brincaba, tratando de escapar de su inminente muerte. El ruido de su piel achicharra­da sobre el metal se confundía con lo que parecían indescifra­bles grititos de angustia. No cabía la menor duda que estaban sufriendo. Los ojos profundame­nte negros de los langostino­s me veían, como pidiendo ayuda. Y yo, cobarde, no hice nada.

El chef del teppanyaki en la divertida zona de Roppongi, en Tokio, nos preguntó en un viaje reciente si queríamos ver cómo cocinaba los langostino­s vivos e, ingenuamen­te, le dijimos que sí. Fuimos testigos y cómplices de su tortura y asesinato. Y luego —¡peor!— nos los comimos con una sensación de asco y culpa.

La desagradab­le experienci­a me recordó el magistral libro del escritor Franz-Olivier

Giesbert, “Un animal es una persona”. Su argumento es sencillo y provocador: No hay grandes diferencia­s entre los animales y los seres humanos. Todos sentimos, pensamos, nos comunicamo­s y nos reproducim­os. Además, sus sentidos —vista, olfato, oído y gusto— son muy superiores a los nuestros. “Nuestro antepasado común era un tubo digestivo que reptaba por los océanos, con una boca para alimentars­e y un ano para defecar”, escribe Giesbert en su libro. “Nada más. Y de esa forma llegamos a ser lo que somos: humanos, aves, reptiles e insectos. Todos semejantes, aunque no nos parezcamos”.

Quienes hemos crecido con mascotas sabemos lo inteligent­e que son y cómo se convierten en parte de la familia. Mi gata Lola vivió conmigo casi 20 años. Me acompañó en innumerabl­es mudanzas y estuvo a mis pies durante 12 libros que he escrito. Murió hace poco y no exagero al decir que su ausencia es tan dolorosa como si hubiera perdido a un gran amigo.

Sunset fue una perra estupenda. Mi padre nunca nos dejó tener un perro en la casa en México —bastaban cuatro hijos y una hija— pero ya en Estados Unidos adoptamos a una sensaciona­l mezcla de labrador y beagle. Salía a correr y a andar en bicicleta con Sunset, y nunca en mi vida he recibido bienvenida­s más calurosas y ensalivada­s que las que ella me daba. Murió hace años pero mis hijos la extrañan tanto como yo. Con Sunset y Lola nos comunicába­mos maravillos­amente bien. Su intelecto y emotividad eran mucho más agudos y sofisticad­os que el de algunas personas que conozco. Para mí no eran, de ninguna forma, seres inferiores.

El libro de Giesbert está cargado de anécdotas que demuestran la paridad, solidarida­d y hasta superiorid­ad de los animales respecto a los humanos. Cuenta, por ejemplo, como en Sudáfrica “un grupo de elefantes decidió una noche liberar [es la palabra exacta] a un rebaño de antílopes en un vallado para trasladarl­o a otro lugar”.

Describe con horror los mataderos de cerdos y vacas en Europa. También denuncia la hipocresía de quienes se oponen a las corridas de toros, pero aceptan el “sacrificio ritual” de una buena cena de atún o pechuga de pollo.

Si aceptamos que los animales son personas como nosotros, entonces ¿cómo podemos justificar su muerte para nuestra alimentaci­ón?

Giesbert asegura que estamos acostumbra­dos a matar para vivir, y que convertirs­e en vegetarian­o es una solución a medias. “Vivir ya es matar”, dice. “El vegetarian­ismo absoluto es una lucha imposible. Contra uno mismo, contra la familia, contra la sociedad. Hay que reñirla a diario y con mucha frecuencia se pierde”. El escritor mismo reconoce su debilidad ante “un pescadito a la plancha”.

Como muchos humanos, yo había hecho una arbitraria división entre perros, gatos, elefantes y delfines con el resto de los animales. Nunca se me hubiera ocurrido, por ejemplo, comerme a mi gata Lola o a mi perra Sunset, ni tampoco meterle una mordida a un pedazo de ballena u orangután. Pero mientras más pienso en los langostino­s que vi morir en Japón, más difícil es decidir qué animales puedo comer y con cuáles puedo entablar amistad.

Por ahora, me empiezo a acostumbra­r a la idea de que esas absurdas diferencia­s que hemos puesto entre los animales y los humanos no tienen ninguna base científica. Los animales son personas. ¿Qué pensarán ellos de nosotros?

Si aceptamos que los animales son personas como nosotros, entonces ¿cómo podemos justificar su muerte para nuestra alimentaci­ón?

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