Aprender, eso no tiene ni edad ni límites
En Medellín hay cerca de 50.000 analfabetas. Esta es la historia de Francisco, Wilson y Reinalda.
“La formación de adultos debe ser individualizada, porque les da pena y se sienten marginados”. ELVIA MARÍA GONZÁLEZ Decana Facultad Educación U de. A.
El año pasado, al sobrino de Yunni Maritza Gutiérrez, recicladora del Centro, lo atropelló un vehículo. Ella llegó al hospital para asistirlo, pero le pidieron firmar, escribir el nombre del joven y su parentesco. No fue posible.
A Wilson Jesús Sánchez, también reciclador, más de una vez lo han llamado “bobo”, y más de una vez lo han timado con la devuelta cuando realiza compras. Ni hablar del problema para encontrar el bus correcto.
Reinalda Chaverra, líder afrocolombiana de la Unión de Trabajadoras del Servicio Doméstico (Utrasd), teme no poder llevar las riendas de esta organización sindical por “no saber redactar”, por leer de corrido, sin tomar aire entre puntos y comas, sin advertir que con acento las palabras suenan distinto.
A Francisco Tuberquia, desplazado de Peque y agricultor en la comuna 8, le bastaría con poder leer la Biblia y ayudarle en aritmética a los nietos.
Son cuatro adultos con los tropiezos y la indefensión de quien no tiene las herramientas básicas para defenderse en una sociedad de mayorías letradas. Lo mismo experimentan 2,7 millones de colombianos, el equivalente al 5,8 % de la población, una cifra que impide que la Unesco declare al país un territorio libre de analfabetismo. Lo hará cuando esté por debajo del 4 %.
Medellín no se queda atrás. Según datos aportados por la Alcaldía al programa Medellín Cómo Vamos, en 2017, el 2,46 % de la población de la región metropolitana todavía era analfabeta. “Asumimos que el porcentaje para la ciudad es muy similar. Habría 50.000 personas de 15 años y más que son analfabetas”, detalla Piedad Restrepo, directora de la iniciativa.
Aunque el problema se concentra en zonas rurales, las ciudades no son ajenas. Elvia Ma
ría González, decana de la Facultad de Educación de la Universi- dad de Antioquia, explica que el analfabetismo está muy asociado al nivel de pobreza, al desplazamiento y persiste en los centros urbanos por la dificultad que tienen las instituciones de encontrar a esta población.
“Ellos sienten vergüenza y se cohíben de estudiar o de inscribirse a los programas de alfabetización”, detalla González, y añade que también hay riesgo de deserción, ya que los adultos requieren una educación diferente respecto a la de los niños y adolescentes.
“Hay que tener modelos pedagógicos pertinentes para ellos, en los que el centro de las actividades esté basado en su contexto. Debe ser una formación muy individualizada, porque les da pena y se sienten marginados del conocimiento. Luego, se les tiene que acercar a carreras afines al emprendimiento y a la industria del campo”, apunta la decana. En eso coincide Marta Gó
mez, docente de un grupo de adultos recicladores que la Fundación Bien Humano, con experiencia en alfabetización, está formando. Según dice, la educación de adultos requiere una mirada ecléctica: “El niño, obligatoriamente, apenas está moviendo sus neuronas y es más fácil acceder a esos procesos de conocimiento. En el adulto hay más barreras mentales y no todos tienen el mismo nivel de aprendizaje, por lo que no se puede encausar una metodología única, sino una que reúna varias corrientes y estrategias de aprendizaje”.
El proceso
Con su metodología y sus formas de enganchar a los adultos en el aula, Marta ha logrado mantener a 20 recicladores de la cooperativa Recimed en el proceso de aprendizaje.
Aunque muchos trabajan desde las 3:00 de la mañana y sus vidas están atravesadas por la inequidad y la violencia, persisten en su deseo de aprender. Comienzan a leer textos pequeños, a hacer operaciones básicas y tienen conocimientos en ciencias naturales y sociales. Con notoriedad, dice la maestra, recobran su autoestima, se sienten más seguros, capaces de expresar pensamientos y de proponer.
La escuela está saldando su deuda con ellos y con otros 40 adultos que en la actualidad se forman con la Fundación Bien Humano.
No solo para reciclar
Lo primero que Wilson Jesús
Sánchez hará cuando aprenda a leer y a escribir será buscar un trabajo distinto. Quiere, ojalá, ser miembro de Espacio Público en el Centro de Medellín, y guiar a los transeúntes y turistas por rutas seguras y lugares con encanto en el sector.
“Pero a mí no me reciben allá, porque yo soy bobo”, dice con desgano mientras conversamos afuera de La escuelita, como llama al salón de clases de Recimed (Cooperativa Multiactiva de Recicladores de Medellín), en la que aprende a leer y a escribir desde octubre pasado.
Wilson Jesús conoce el Centro como pocos. Lo camina a diario desde el parque de Boston hasta Prado, llevando a cuestas bultos de reciclaje que algunos edificios residenciales y locales comerciales le dan.
Sin embargo, una dificultad de lenguaje y de aprendizaje que nunca le fue rigurosamente diagnosticada, y el hecho de que tuvo que dejar la escuela en segundo de primaria porque su madre sufrió un accidente en la calle, le han restado oportunidades y le hacen pensar que sus ambiciones laborales son lejanas.
La idea de que Wilson “no puede”, “no es capaz”, comienza a cambiar. Los miércoles y viernes, en La escuelita, los adultos que tienen entre 35 y 65 años y que no tuvieron durante su infancia la oportunidad de continuar el colegio, asisten a la formación.
Las lecciones van desde el conocimiento de los números y las letras, hasta lo básico sobre geografía. En su última clase el grupo estaba aprendiendo las capitales del país y ubicándolas en el mapa; comprendían que Antioquia estaba más cerca de Boyacá de lo que creían, que Nariño tiene un pedazo de mar en el Pacífico, que la capital del Cesar es Valledupar.
En su primera salida pedagógica del año, el grupo visitó el Museo de Antioquia. Los lienzos de Botero, cuya obra solo conocían en las esculturas de la Plaza; las piezas coloniales que allí se resguardan, pincelazos más recientes. Todo eso logró sorprenderlos.
“¡Qué belleza!”, dijeron varios cuando entraron a la sala permanente del Maestro.
Muy empoderada
A Reinalda Chaverra le prohibieron ir a la escuela. Nació en Tutunendo, un corregimiento de Quibdó, donde por ser la hija mayor debía hacerse cargo del cuidado de los menores (que sí recibieron educación), de lavar y cocinar. Mientras tanto, padre y madre extraían oro de las minas para el sustento de la familia.
El tiempo de la primaria pasó, y cuando Reinalda cumplió 12 años fue enviada por su madre a Medellín a cuidar a los
hijos de un familiar lejano. Creció, y sin más opciones, esta mujer chocoana se convirtió en empleada doméstica. El plazo del bachillerato también caducó.
Sabía que el estudio era importante. Intentó cursar la primaria en una escuela nocturna, pero no pudo seguir pagándola. El abecedario, los números, la puntuación, los fue aprendiendo por medio de un programa que tenía la televisión regional en las tardes. Sin embargo, el aprendizaje en solitario no era fácil y a los 22 años, luego de tener a su primer hijo, los miembros de una organización paramilitar la secuestraron en Chocó.
En 1995, durante nueve meses, Reinalda perdió su libertad y, entre abusos y vejaciones, fue obligada a cocinar para los hombres de esa organización, cuyo nombre prefiere no mencionar. Aquello que había aprendido por televisión lo fue olvidando en la selva, y si bien huyó aprovechando una incursión aérea del Ejército, los años pasaron, otros tres hijos llegaron y la posibilidad de estudiar fue aplazándose, reforzada por el temor de ir a la escuela siendo una adulta.
Hoy, a los 45 años, Reinalda venció prejuicios y se inscribió a un grupo de alfabetización. Estudia la primaria con otras asistentas y tiene la certeza de que muy pronto sabrá escribir cartas y enseñar lo aprendido a otras mujeres. Es el escalón que le hace falta para fortalecerse como líder de Utrasd, donde desde hace cinco años da la pelea por los derechos de las empleadas domésticas en Colombia ■