El Colombiano

MANO DURA

- Por HUMBERTO MONTERO hmontero@larazon.es

Las posguerras son casi tan sangrienta­s como las propias guerras. Sin planes Marshall de por medio, los “renegados” se habrían apoderado de lo poco que quedaba en pie en Alemania y hoy la locomotora europea sería otro estado fallido en manos de organizaci­ones criminales. Afortunada­mente, la incipiente Guerra Fría, con la lacerante partición de Berlín como punta del iceberg, sirvió para que EE.UU. y el resto de potencias ganadoras evitaran sangrar más a los perdedores con compensaci­ones desmedidas, como ocurrió tras la Primera Gran Guerra. Más bien al contrario, la amenaza soviética espoleó a Washington a ganarse a Alemania como aliada y establecer allí su muro de contención anticomuni­sta a fuerza de inversione­s. Sin embargo, otros ejemplos más recientes nos muestran que, sin inversione­s, las posguerras son terreno abonado para quienes no tienen intención de dejar las armas. Exmilitare­s sin otro oficio que ya no caben en el ejército regular, huérfanos sin familia ni parientes, contraband­istas y criminales unen fuerzas si nada bueno se les ofrece. Así ocurrió, por ejemplo, en El Salvador.

Tras una cruenta guerra civil, la ansiada paz trajo el establecim­iento de las temidas maras en suelo salvadoreñ­o. Con miles de armas circulando sin control por el país y una legión de jóvenes sin familia, sólo era necesaria una chispa para que las maras centroamer­icanas surgidas en Los Ángeles en los 80, fundadas por desplazado­s de la guerra para hacer frente a los grupos mexicanos, arraigaran con fuerza. Lo que en principio eran simples pandillas estudianti­les (mara Chancleta y mara Gallo), que se apedreaban y golpeaban entre sí en defensa de sus territorio­s pronto engrosaría­n las filas de la poderosa Mara Salvatruch­a o de Barrio 18.

El regreso de los deportados, salvadoreñ­os que habían emigrado en busca del sueño americano, pero resultaban expulsados tras haber cometido algún delito y que, generalmen­te, estaban vinculados a las maras, hizo el resto. Su vestimenta y lenguaje los hacía llamativos para los jóvenes que en aquellos tiempos se iniciaban en las maras, sus historias de la vida en EE.UU. los hacía atractivos para las nuevas generacion­es que no habían salido del país y el dinero que aún tenían los convertía en líderes. Cada comunidad, colonia o barrio recibió al menos a un deportado que, en muchos casos, habría de liderar a los más jóvenes, convencién­dolos de unirse a las maras. La ineficacia de las autoridade­s a la hora de juzgar el poder de estas pandillas y la corrupción policial les permitie- ron gangrenar no sólo El Salvador sino también Honduras, Guatemala y Belice.

Este proceso debe servir de ejemplo hoy a Colombia. Ahora que las Farc dicen haber dejado las armas, el nuevo gobierno de

Iván Duque tiene la ingente tarea de parar los pies a los exguerrill­eros reconverti­dos en bandidos. Doctorados en el mal y graduados en narcotráfi­co, leo en un interesant­e reportaje de Nelson Ricardo Matta en este diario que varios renegados del frente 36 tratan de reac- tivar sus actividade­s ilícitas en Antioquia. Con el respaldo del nutrido frente primero, el objetivo es mantener bajo su control el antiguo bloque norocciden­tal, lo que “fortalecer­ía el corredor de la droga”. Según fuentes de la inteligenc­ia militar consultada­s en este esclareced­or reportaje, se sospecha que estos renegados ya tienen alianzas con otros grupos criminales como “los Caparrapos” y el Eln para llegar a los Llanos, Valle de Aburrá y Urabá.

Por fortuna, el ejército colombiano no baja la guardia y parece que el presidente Duque iniciará su mandato con mano firme contra las bacrim y las futuras alianzas con grupos renegados y disidentes de las Farc. Confiemos en que no le tiemble la mano

Duque tiene la tarea de parar los pies a los exguerrill­eros reconverti­dos en bandidos.

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