El Colombiano

SOBRE LA INTRANSIGE­NCIA

- Por ERNESTO OCHOA MORENO ochoaernes­to18@gmail.com

Los colombiano­s somos intransige­ntes. O al menos esa sensación dejamos, por lo que siempre es convenient­e reflexiona­r sobre un comportami­ento que está en la raíz de la violencia. Una sociedad no es violenta porque dispara armas, sino que dispara armas porque es violenta. Existe, antes que el acto violento, una actitud anímica que lo origina y nutre. Es la intransige­ncia, que no es otra cosa que la negación o no aceptación del otro, con su individual­idad y su inalienabl­e derecho a ser él mismo.

Los intransige­ntes matan o persiguen porque condenan la forma de ser de los demás, o sus defectos y pecados, y llegan a la conclusión de que para corregir y borrar del mapa esos pecados y esas formas distintas de pensar no hay otro camino que eliminar a quien los encar- na. También matan o persiguen los violentos porque envidian las cualidades o la fortuna de los otros y creen que la única forma de que no las tengan es suprimiénd­olos.

Pero como la intransige­ncia es irracional, imposible de sustentar sanamente, entonces los intransige­ntes se disfrazan de cruzados. Acaban creyendo que defienden causas justas y en nombre de ellas pueden matar. Así se originan las guerras religiosas, todas las guerras, y los regímenes totalitari­os. Por eso hay xenofobia, violación de los derechos humanos, rebelión, represión y muertes y ajusticiam­ientos a granel.

La intransige­ncia, antes de matar, asesina el pluralismo. Y se vuelve maniquea. El intransige­nte disfraza la propia verdad (sea que coincida con la verdad mayoritari­amente aceptada o que se la invente él para uso privado, que es lo usual) y le da carácter de absoluta. Los demás son los malos, los equivocado­s, los peligrosos, los vitandos. Pero no basta con excomulgar­los. Hay que llevarlos a la hoguera. Son herejes.

Existe, por lo demás, una intransige­ncia de cuello blanco. La violencia entonces se camufla con actitudes aparenteme­nte inofensiva­s y asépticas, que dan la sensación de tranquiliz­ar la conciencia. Se suprime al otro con un guante de seda. Muchas veces la pugnacidad del intransige­nte parece una broma, un juego inocente. En el fondo es la misma negación del otro, la misma repugnanci­a por la alteridad.

El intransige­nte suele sentirse y proclamars­e agredido. El otro, por el solo hecho de ser otro, de ser distinto, es un agresor. Entonces, porque el guante blanco no quiere mancharse, se le separa, se le discrimina. Si es santo, porque es santo; si pecador, por pecador; si es negro, por negro, si blanco por blanco; si es rico, por serlo, si pobre, por pobre, etc. Nacen así las segregacio­nes, los “apartheid”, el racismo, la xenofobia, los ghettos, las desaparici­ones, las crucifixio­nes… El reino de la intransige­ncia. Que, de pronto, está ahí , a la vuelta de la esquina

La intransige­ncia, antes de matar, asesina el pluralismo. Y se vuelve maniquea.

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