SOBRE LA INTRANSIGENCIA
Los colombianos somos intransigentes. O al menos esa sensación dejamos, por lo que siempre es conveniente reflexionar sobre un comportamiento que está en la raíz de la violencia. Una sociedad no es violenta porque dispara armas, sino que dispara armas porque es violenta. Existe, antes que el acto violento, una actitud anímica que lo origina y nutre. Es la intransigencia, que no es otra cosa que la negación o no aceptación del otro, con su individualidad y su inalienable derecho a ser él mismo.
Los intransigentes matan o persiguen porque condenan la forma de ser de los demás, o sus defectos y pecados, y llegan a la conclusión de que para corregir y borrar del mapa esos pecados y esas formas distintas de pensar no hay otro camino que eliminar a quien los encar- na. También matan o persiguen los violentos porque envidian las cualidades o la fortuna de los otros y creen que la única forma de que no las tengan es suprimiéndolos.
Pero como la intransigencia es irracional, imposible de sustentar sanamente, entonces los intransigentes se disfrazan de cruzados. Acaban creyendo que defienden causas justas y en nombre de ellas pueden matar. Así se originan las guerras religiosas, todas las guerras, y los regímenes totalitarios. Por eso hay xenofobia, violación de los derechos humanos, rebelión, represión y muertes y ajusticiamientos a granel.
La intransigencia, antes de matar, asesina el pluralismo. Y se vuelve maniquea. El intransigente disfraza la propia verdad (sea que coincida con la verdad mayoritariamente aceptada o que se la invente él para uso privado, que es lo usual) y le da carácter de absoluta. Los demás son los malos, los equivocados, los peligrosos, los vitandos. Pero no basta con excomulgarlos. Hay que llevarlos a la hoguera. Son herejes.
Existe, por lo demás, una intransigencia de cuello blanco. La violencia entonces se camufla con actitudes aparentemente inofensivas y asépticas, que dan la sensación de tranquilizar la conciencia. Se suprime al otro con un guante de seda. Muchas veces la pugnacidad del intransigente parece una broma, un juego inocente. En el fondo es la misma negación del otro, la misma repugnancia por la alteridad.
El intransigente suele sentirse y proclamarse agredido. El otro, por el solo hecho de ser otro, de ser distinto, es un agresor. Entonces, porque el guante blanco no quiere mancharse, se le separa, se le discrimina. Si es santo, porque es santo; si pecador, por pecador; si es negro, por negro, si blanco por blanco; si es rico, por serlo, si pobre, por pobre, etc. Nacen así las segregaciones, los “apartheid”, el racismo, la xenofobia, los ghettos, las desapariciones, las crucifixiones… El reino de la intransigencia. Que, de pronto, está ahí , a la vuelta de la esquina
La intransigencia, antes de matar, asesina el pluralismo. Y se vuelve maniquea.