CRIMEN DE CLASE
“Nosotras no creemos en su perdón. Queremos dejar muy claro que estos crímenes no tenían nada que ver con la guerra que ha vivido Colombia. Son crímenes de Estado y no deben estar en la JEP”. Jaqueline Castillo (integrante de las Madres de Soacha).
Durante días intenté el ejercicio literario de narrar este párrafo en primera persona. Hablar de “mi hijo”. Pero las manos no me respondieron. Mi imaginación no alcanzó a elaborar el umbral del dolor de la madre que despide a su hijo con un beso sin saber que será el último. Esa que, meses después, lo reconoce en una foto: viste una ropa que no es suya, porta un arma de la que nadie supo ja-
más. Con lenguaje castrense, le informan que su muchacho fue “dado de baja”. Y lo peor: las autoridades lo presentan como el “jefe de una banda narcoterrorista”. Muerte física. Y moral. El viernes pasado, durante más de seis horas, catorce militares se sometieron a la JEP, por primera vez miraron a los ojos a las madres de cinco jóvenes de Soacha y Ocaña ejecutados extrajudicialmente en 2008.
Las víctimas: Idaly Garcerá, madre de Diego Alberto Tamayo Garcerá; Edilma Vargas, de Julio César Mesa Vargas; Luz Edilia Palacios, de Jáder Andrés Palacios Bustamante; Mélida Bermúdez, familiar de Jhonatan Orlando Soto Bermúdez; Carmenza Gómez, de Víctor Fernando Gómez Romero.
Los victimarios: uniformados que buscaban aliados para reclutar a jóvenes (de barrios vulnerables, pobres), trasladarlos por carretera hasta Ocaña y entregarlos en un falso retén de soldados adscritos a la Brigada Móvil 15. Después, los metían en un camión para conducirlos a parajes rurales. Allí los asesinaban. De acuerdo con los testimonios, por cada cadáver pagaban un millón de pesos.
Se trata de miembros de las Fuerzas Militares con condenas de más de cuarenta años por los delitos de desaparición forzada, homicidio y concierto para delinquir.
En la apertura del caso 003 (“muertes ilegítimamente presentadas como bajas en comba- te por agentes del Estado”), la Sala de Reconocimiento aseguró que la Fiscalía no perderá competencia para seguir investigando, hasta que no tenga conclusiones y el expediente sea entregado al Tribunal de Paz. Los reclamos de Reinaldo Vi
llalba, uno de los abogados de las víctimas, y algunas madres de Soacha, no desafían la lógica: buscan que los responsables (los autores de las políticas de Estado que desencadenaron esta barbarie) no sean beneficiados por la JEP y que se juzgue a las cúpulas.
La Fiscalía señala que, entre 1998 y 2014, se registraron 2248 “falsos positivos” (Leer Alberto Salcedo Ramos: https://nyti.ms/2way6r6). El libro ‘ Ejecuciones extrajudiciales en Colombia 2002-2010’, de los excoroneles de la policía Ómar Rojas y Fabián Bena
vides, sostiene que solo durante el gobierno de Álvaro Uribe hubo diez mil.
Los “falsos positivos” son fiel reflejo de los fenómenos de exclusión avalados en Colombia: trato privilegiado, esto es justicia transicional, para quien no los merece. Ni matan a los de “arriba”, ni condenan a los de “arriba”.
El crimen de clase como categoría penal –endémica– colombiana. (El mandato constitucional del militar de protegernos a los civiles parece una mera anécdota).
Si un falso positivo, uno solo, fuera exalumno de un exclusivo colegio con International Baccalaureate (IB), ¡este país ardería en llamas!