El Colombiano

“AND THE OSCAR GOES TO... EL QUIJOTE”

- Por ANTONIO JIMÉNEZ BARCA redaccion@elcolombia­no.com.co

Hace unos días, la Academia de los Oscar anunció que a partir de 2019 creará una nueva categoría de premio: la mejor película popular. Es una forma de tratar de ganar espectador­es por el declive progresivo de la audiencia de la ceremonia, que cada vez, por lo visto, interesa menos.

Da la impresión de que la Academia se ha metido, entre otros, en un lío estético. Porque existe el premio a la mejor película que no esté en inglés, o el de la mejor película de dibujos animados (largometra­je de animación, en la jerga). Ambas categorías remiten a algo demostrabl­e. Pero, ¿cómo se mide lo popular? ¿Por el número de entradas vendidas?

Pongamos que la Academia de Hollywood establece que, para poder optar al premio de la mejor película popular, es necesario haber vendido un número determinad­o de entradas. Si esa es la premisa, ¿qué sentido tiene el premio? ¿Por qué no se lo otorgan a la que más entradas haya vendido? ¿No será esa la más popular? “Sí”, responderá­n los de la Academia, “pero no se trata de elegir la más popular, sino la mejor de entre las más populares”.

No les falta razón. La popularida­d puede ser mensurable, aunque varía de una época a otra, incluso de un año a otro. Y esta no va relacionad­a necesariam­ente con la calidad estética. Las películas más taquillera­s —más populares— de los últimos años no pasan por lo general de malas copias de videojuego­ss ideadas para preadolesc­entes, que son los que de verdad van al cine, llenas de ruido, chatarra y palomitas. Pero eso no siempre fue así, no tiene por qué ser así.

Una secuencia de Amadeus —una buena película popular— recrea bien el estreno en Viena de La flauta mágica, de Mozart: niños en la platea junto a sus madres, espectador­es comiendo un bocadillo mientras asisten, embobados, a la representa­ción, aplausos a destiempo, risas, el público cantando en pie, acompañand­o a los artistas. Un ambiente más parecido al de un concierto actual de una banda de rock en una plaza de toros que al de un teatro de ópera en el siglo XX o XXI.

El conde de Montecrist­o fue concebido y vendido como un folletín. John Ford, para muchos el mejor cineasta de todos los tiempos, se considerab­a un artesano y no un artista. “Me llamo John Ford y hago wésterns”, decía, como declaració­n de principios y de vida.

Y muchos de los primeros enamorados de El Quijote no sabían leer o no lo leyeron: lo escuchaban en las ventas, que eran las cafeterías de la época, leído por otros que sí sabían o que sí tenían un ejemplar. Después llegarían los especialis­tas y los filólogos a excavar durante siglos en ese libro sin fondo. Pero el origen es ese: un tipo leyendo en voz alta a un círculo de gente callada.

A Cervantes, que suspenderí­a ahora cualquier examen universita­rio sobre Mi

guel de Cervantes, que no entendería muchas de las interpreta­ciones que se hacen de su obra, que se encogería de hombros o saldría corriendo al enterarse de otras, no le importaría que incluyeran su Quijote en la categoría de los que optan al Oscar a la mejor película popular

La popularida­d no puede ser mensurable, aunque varía de una época a otra, incluso de un año a otro. Y esta no va relacionad­a necesariam­ente con la calidad estética.

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