“El mundo de hoy ya no admite más encubrimiento ni silencios impuestos para ocultar aberrantes crímenes contra los más indefensos. Como faro moral, la Iglesia debe obrar de forma más decidida”.
El mundo de hoy ya no admite más encubrimiento ni silencios impuestos para ocultar aberrantes crímenes contra los más indefensos. Como faro moral, la Iglesia debe obrar de forma más decidida.
El informe presentado esta semana por un Gran Jurado del Estado de Pensilvania, Estados Unidos, sobre el abuso sexual sistemático contra menores de edad por parte de decenas de sacerdotes católicos, se suma a una larga e interminable lista de crímenes ocultados durante décadas, y que en este nuevo siglo han comenzado a aflorar.
Los testimonios y pruebas recogidos por un grupo de investigadores son estremecedores. Desgarran el alma no solo de los católicos de buena fe, sino de cualquier ser humano con un mínimo de sensibilidad. Una larguísima lista de delitos, más atroces aún por cuanto se dirigían contra niños cuyas vidas fueron dañadas de forma irreversible.
Pero si la modalidad de las vejaciones contra ellos agotan todo un catálogo de aberraciones físicas y morales, es igualmente espantosa la sistemática complicidad de las altas jerarquías católicas, su encubrimiento y protección a los pederastas y el cinismo con el que desestimaban las quejas de los pocos padres de familia que se atrevían a señalar los abusos de quienes en público posaban de pastores espirituales.
Solo en los últimos años la reacción de la sociedad civil ha obligado a gobiernos y sistemas de justicia a tomar cartas en el asunto, pues durante mucho tiempo dieron por buena la actitud de las jerarquías eclesiásticas, que manifestaban que eran “errores de juicio de ovejas descarriadas” que en todo caso podían ser sometidas a los sistemas disciplinarios internos de la respectiva curia. El castigo consistía en enviarlos a casas de retiro para que “se recojan en oración”.
En Chile la crisis del episcopado es de grandes proporciones. Aquel es un país de honda raigambre católica, pero las continuadas denuncias de abusos y el rompimiento del silencio por parte de centenares de víctimas, que en principio fue desestimado por el Papa Francisco, obligaron luego a ordenar que todos los obispos viajaran a Roma para reunirse con el Pontífice, que les pidió la renuncia a todos. Y les dijo con claridad que su omisión en la atención a las víctimas y su encubrimiento a los pederastas era condenado por la Santa Sede.
Según un informe de CNN, el secretario de Justicia de Pensilvania comunicó al Papa Francisco, desde mayo pasado, los hallazgos del Gran Jurado. No recibió respuesta, aunque ayer la Oficina de Comunicaciones de El Vaticano respondió que la Santa Sede “siente vergüenza y dolor”, condena los abusos, y agrega que “hay que obedecer la legislación civil y denunciar los abusos a menores”. Se entiende, de paso, que unida a esta obligación, acepta que los responsables de crímenes de pederastia comparezcan ante los tribunales civiles -aparte de los eclesiásticos- y cumplan penas como cualquier ciudadano infractor de las leyes.
La Iglesia es una organización milenaria que divulga una doctrina moral que miles de millones de personas en el mundo siguen y consideran una guía luminosa para sus vidas, incluyendo el vigoroso pasaje evangélico en el que Jesús advierte con duras palabras a “aquel que escandalice a un niño”.
La estructura eclesial está compuesta por hombres, falibles como todos, pero cuya ejemplaridad debería corresponderse con lo que ellos mismos demandan a sus feligreses desde los púlpitos. La Iglesia habrá de asumir un compromiso aún mayor para atajar la pederastia en sus jerarquías, así como para asegurar el final de la política de encubrimiento y complicidad, pues en el mundo de hoy, por fortuna, no se tolera ningún tipo de abusos contra los más indefensos