EL ABRAZO DEL DRAGÓN
El auge de China ha sido uno de los hechos más importantes de la política internacional en las últimas décadas. En treinta años de reformas, sus gobernantes han sacado de la pobreza a 800 millones de ciudadanos. Un “gran salto adelante”, no precisamente por la senda de Mao Tse-tung, sino mediante la construcción de un capitalismo de Estado que conjuga la apertura al comercio con un control férreo de los asuntos domésticos. Este prodigioso resurgimiento ha suscitado preocupación entre los observadores políticos, dando lugar a una serie de teorías sobre el desafío que presenta “la amenaza china”.
Desde la perspectiva del establishment chino, el fenómeno constituye un corolario necesario en la historia. China habría recuperado el estatus de gran potencia que le correspondía, usurpado hace más de cien años por las naciones coloniales en el denominado “siglo de la humillación”. Lo anunció el presidente Xi
Jinping el pasado octubre: “China viene a ocupar una po- sición central en el escenario mundial”, lo que dará lugar al comienzo de “una nueva era”. Esta narrativa presupone el reconocimiento de una especificidad nacional cuya concreción política sería un Estado de corte neoconfuciano, —autócrata, paternalista y jerárquico— dirigido por una élite de “mandarines”: el Partido Comunista Chino, que cuenta con 90 millones de afiliados, promocionados por un estricto criterio de meritocracia. Un modelo autóctono, claramente diferenciado del liberal occidental encarnado en la Carta de Derechos Humanos.
Hasta hace poco existía el convencimiento de que la integración de China en la economía global forzaría al Partido Comunista a promocionar valores democráticos, de lo contrario no sobreviviría a una crisis de legitimidad. A día de hoy, nada más lejos de la realidad. Mientras que la UE es cuestiona- da por fuerzas populistas, y Estados Unidos abdica de su liderazgo internacional, el modelo chino, según lo describe Ian Brem
mer, se encuentra mejor equipado que el norteamericano y podría ser más sostenible frente a episodios de inestabilidad.
Este sistema está dando lugar a nuevas formas de gobernanza de repercusión variada que proyectan su concepción del mundo. Recientemente se ha implementado un programa de “crédito social” con tintes orwellianos, una gran base de datos que registra los movimientos sociales, políticos y económicos de los ciudadanos y calcula un balance de comportamiento que en última instancia es penalizado o premiado. En materia de relaciones exteriores se está trazando una arquitectura internacional que se extiende por Asia, África y Europa, con la iniciativa de la nueva Ruta de la Seda como obra maestra. Igual de relevan- tes son las nuevas instituciones financieras regionales, alternativas a las tradicionales, como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras. Estas propuestas se enmarcan en valores y conceptos tradicionales chinos, a los que el régimen concede un significado ajustado a su agenda. Ocurre con la noción “sociedad armónica”, de múltiples lecturas políticas, que y junto con tianxia, comúnmente traducido como “todo bajo el cielo”, engloban la visión utópica de un futuro próspero, territorial, política y culturalmente unificado.
¿Cómo influirá China en el nuevo orden global? ¿Se integrará en las estructuras multilaterales existentes? ¿Las transformará a imagen de las preferencias del PCCh? Es difícil de predecir, para los analistas es una incógnita, lo que nadie duda es que estará marcado por la centralidad del dragón