EL MONSTRUO ESTATAL BRASILEÑO
El ultraderechista brasileño Jair Bolsonaro, quien todavía se recupera del reciente apuñalamiento en uno de los actos de su campaña, se ha complicado sobremanera la carrera presidencial. No por su largo historial de declaraciones homófobas, racistas y machistas. De hecho, pese a su pertinaz verborrea supremacista, en un país donde es un hecho, como en Cuba, que mandan los «blanquitos», Bolsonaro atesora casi un 30 % de intención de voto y lidera todos los sondeos. Bolsonaro se ha pegado un tiro en el pie al comprometerse a «extinguir» y «privatizar gran parte» de las empresas estatales del país si sale vencedor en las elecciones del próximo octubre. Para este capitán en la reserva, los recursos que se destinan a las compañías públicas y un alto número de ministerios son «gastos innecesarios» que deben destinarse a «atender a la población». Unos gastos que sirven a las componendas políticas por las que se intercambian «cargos por apoyo».
A Bolsonaro no le falta razón. El problema es que el peso del sector público es tan alto que millones de votos están vinculados al Estado. Analicemos en un instante la situación de Brasil. De acuerdo a las estimaciones oficiales, el gasto comprometido representa más del 90 % del presupuesto del país. Pero el problema es que no deja de crecer y alcanzará el 120 % en 10 años. Según un reciente artículo del rotativo económico londinense Financial Times, Brasil recauda vía impositiva una cantidad equivalente al 32 % del PIB, un porcentaje superior al de la inmensa mayoría de países emergentes y similar a la media del 34 % de los países desarrollados. Por su parte, el gasto público en planes de pensiones y otras prestaciones, y ayudas sociales, representa el 23 % del PIB, un porcentaje también similar a la media de la Ocde. Sin embargo, la distribución es muy dispar. Mientras en Reino Unido las prestaciones sociales representan el 92 % de los ingresos del 10 % más pobre de la población y el 2 % de los ingresos del 10 % más rico, en Brasil representan solo el 31 % de los ingresos del 10 % más pobre y el 23 % del 10 % más rico.
No hay más que echar un vistazo al sistema brasileño de pensiones, en el que va un tercio de los ingresos fiscales del país: el 53 % se destina al 20 % más rico de la población y solo el 2,5 % al 20 % más pobre. Es evidente que quienes más cotizan deben recibir más pensión, pero también que un sistema de pensiones público ha de ser distributivo. Por eso, no se entiende que la pensión media de los funcionarios judiciales, que se jubilan entre los 50 y los 55 años, sea de 26.826 reales, unos 6.622 dólares estadounidenses. A ese ritmo de gasto, con el incremento del porcentaje de los ingresos fiscales federales devueltos en exenciones fiscales (pasó del 15 % a más del 22,5 % en el decenio 2006-2015 y este año será del 20 %) es urgente que el próximo gobierno, sea del signo que sea, tome medidas drásticas.
El problema es que Bolsonaro debía de haber guardado sus intenciones a buen recaudo en vez de airearlas a los cuatro vientos. Ahora, el caudal de votos «comprados» por el aparato del Estado en su conjunto, ya de por sí vinculados al Partido de los Trabajadores (PT) del encarcelado Lula, jugarán en su contra y en favor de Fernando Haddad, nombrado sucesor de Lula en el PT. Todo un hándicap para Bolsonaro en la segura segunda vuelta del 28 de octubre, en la que a buen seguro tendrá a casi todo el funcionariado en contra. Con las cosas de pacer no se juega, primer mandamiento para llegar al poder
Bolsonaro se ha pegado un tiro en el pie al comprometerse a “extinguir” y privatizar gran parte de las empresas estatales.