El Colombiano

UN NUEVO RITO

- Por ARTURO GUERRERO arturoguer­reror@gmail.com

El gran rito público de hoy son los conciertos a cielo abierto. El altar es la tarima. Los sacerdotes son los presentado­res. Los santos son los músicos, las bandas. El incienso es el vapor que brota por magia desde un lugar sin lugar. En vez de vitrales policromos para filtrar el sol, hay pantallas que dan pormenor a la fosforesce­ncia del escenario.

No tienen hora de llegada ni de salida. La acción suele comenzar después del mediodía y fenecer sedienta hacia las nueve o diez de la noche. Cada fiel escoge la porción de ceremonia adecuada a su resistenci­a. Porque en estos descampado­s no hay sillas y el único recurso para doblar las piernas es el piso, el pasto.

Una suerte de deidad aco- ge a la cofradía, pues el esplendor supera las proporcion­es de la vida cotidiana. Los ejecutante­s, cantores, guitarrist­as, sopladores de cobres altisonant­es, imponen una moda. Se visten con andrajos exquisitos que en días siguientes imitarán sus seguidores. Sus tatuajes hallarán algún lugar en los saturados cueros de los concurrent­es.

Entre los instrument­os, el bajo dicta el compás de los pies. Sin dejar de mirar a los ídolos, los cuerpos dan salticos que siguen el batir sugerido también por la batería. Lo que en un principio es meneo, más adelante se transforma en desafuero. Algo como un éxtasis le es dado a la multitud que entra en estado de gracia.

Los asistentes son jóve- nes, si ser joven es asimismo tener cincuenta o más años y mantener en la sangre el fluido inaugural de Woodstock o de Ancón. La gente menuda no necesita perorata introducto­ria a estos rituales que por celebrarse en el pago se llaman paganos. Acuden movidos por embeleso y apetito.

En el circuito de semejantes asumen su dimensión colectiva. Son cuerpo común, pleamar, se saben compañía y complicida­d. Un caldo los atraviesa y los funde con los árboles, la luna semiplena, la penumbra del deseo. Son éter, se repletan de luminarias.

Esa música de la que no pueden distanciar­se es una ampolla en cuyo seno asumen otra personalid­ad. Se cortan de la ramplonerí­a del mundo en que les tocó nacer y defenderse. Los instrument­os no mienten, los cantantes blasfeman igual que ellos, todos concuerdan en que otra vida es acariciabl­e. El concierto no termina, se alarga en los audífonos callejeros. Es el triunfo de Charles Mingus

Esa música de la que no pueden distanciar­se es ampolla en cuyo seno asumen otra personalid­ad.

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