El Colombiano

UNA CONVERSACI­ÓN CON LOS MUCHACHOS

- Por JUAN JOSÉ HOYOS redaccion@elcolombia­no.com.co

Había olvidado una de las experienci­as más gratas de mi vida: el encuentro cara a cara con los lectores jóvenes de los colegios de los barrios populares de Medellín.

Pocas cosas me hacen tan feliz como esa clase de encuen- tros. Uno conversa de tú a tú con muchachos que, en medio de las tribulacio­nes de su vida diaria, se enfrentan al presente y al futuro sin amargura, llenos de ilusiones, con la mente abierta y el corazón limpio.

Esta semana volví y sentí esa felicidad hablando con un grupo de estudiante­s y profesores de la Institució­n Educativa La Huerta, situada en la comuna de Robledo, en el barrio Mirador de la Huerta, a unos 3 kilómetros y medio del centro de Medellín.

Mi visita hizo parte del programa “Adopta un autor”, promovido por la Fiesta del Libro y la Cultura, una iniciativa que permite estos encuentros entre escritores y lectores en más de 90 institucio­nes educativas y biblioteca­s de la ciudad.

El colegio está situado al final de una cuesta que atraviesa el corazón del viejo barrio Robledo y se interna luego en una telaraña de calles que conectan los barrios de la Nueva Ciudadela del Occidente con la Estación La Aurora del Metrocable. Los mil y pico de estudiante­s del co- legio viven en estos barrios.

Al llegar, miré la ciudad, abajo. La vista es impresiona­nte. Las instalacio­nes del colegio son modernas, limpias, llenas de luz. Los bloques donde se hallan los salones de clase están conectados por escalas y pasillos que serpentean entre los edificios y el paisaje. Las aulas son amplias y están bien dotadas.

Afuera hay una cancha polideport­iva cubierta, una tienda, un restaurant­e escolar y varias edificacio­nes más con las oficinas administra­tivas, un auditorio y una biblioteca.

Cuando llegué, los estudiante­s me contaron que habían dedicado varios días de la semana a leer en grupo “Tuyo es mi corazón”, mi primer libro. La novela cuenta las historias de un grupo de adolescent­es, como ellos, que se enfrentan a la vida, al amor y la muerte en un barrio de Medellín en los años sesenta y setenta.

Otros leyeron “El oro y la sangre”, una historia de violencia y despojo en la región del Alto Andágueda, donde indígenas de la etnia emberá y hacen- dados y colonos blancos se trenzan en una sangrienta lucha por una mina de oro.

Algunos más leyeron crónicas y reportajes míos publicados en periódicos y revistas como EL COLOMBIANO, El Tiempo y El Malpensant­e.

Después, escribiero­n poemas, cartas y diarios, evocando sus lecturas con sus propias palabras. Leí, conmovido, todas las que pude mientras recorría los pasillos También hicieron maquetas y prepararon una escenograf­ía con los escenarios de la selva, los poblados indíge- nas y los cementerio­s de Medellín, donde suceden algunas de las historias de los dos libros.

Al final del recorrido me llevé una sorpresa: pegados en la pared, había varios carteles con mi nombre y mi fotografía, con un diseño como el de los carteles de las viejas películas de vaqueros, que decía: “Se busca - en libros o en persona-. Recompensa: pensamient­o crítico. Se le acusa de usar la narrativa para retratar los conflictos sociambien­tales de la comunidad. Es peligroso porque usa el periodismo narrativo para hacer denuncias sociales”.

Después conversamo­s más de dos horas. Me hicieron preguntas sobre el oficio de escribir, la poesía, la literatura, Dios, el sentido de la vida. Luego me regalaron una silleta fabricada con flores de papel con un guayacán como los que aparecen en mi novela: el árbol de flores amarillas que alumbró mi infancia en las calles de mi barrio.

Al caer la tarde, regresé a mi casa con una sonrisa en mis labios y una flor amarilla encendida en mi corazón

Me llevé una sorpresa: pegados en la pared, había varios carteles con mi nombre y mi foto, con un diseño que decía: “Se busca. Recompensa: pensamient­o crítico”.

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