El Colombiano

LA EVOLUCIÓN, EN SUS MANOS

- Por JAVIER SAMPEDRO redaccion@elcolombia­no.com.co

En la mitología no hay nada más fácil que crear un ser vivo. Llega un dios por ahí, hace un semidiós con tres de pipas y encima luego lo extermina infligiénd­ole gran daño y penalidad. Según el folclor judío, talmúdico y bíblico, un hombre sabio puede dotar de vida a una efigie –el gó

lem– sin más que hallar una permutació­n de letras que forme uno de los infinitos nombres de Dios. Bueno, supongo que eso sería fácil en la época, antes de que Cantor descubrier­a que los infinitos, como casi todo en este mundo, se organizan en una jerarquía que ni Dios puede violar. También Gepetto insufló vida a Pinocho por arte de magia y de forma instantáne­a, como hizo

Mary Shelley con su Frankenste­in hace dos siglos.

Para desconcier­to de mitólogos y guionistas, los seres vivos no se crean así. Nunca. Un ser vivo, como el gólem, Pinocho o los replicante­s de la secuela de Blade Runner, no se puede hacer de golpe y con un adulto saliendo de la bolsa de plástico en plena posesión de sus facultades físicas y mentales. Los seres vivos del planeta Tierra, los únicos que conocemos, son el producto de un proceso enterament­e diferente de todo eso. Es la evolución, estúpido. Las personas tenemos brazos porque los inventaron los peces de aletas carnosas hace 390 millones de años, en pleno Devónico. Eran tiempos difíciles en el océano, y estos peces estaban empeñados en escaparse del mar, por alguna razón. De sus aletas lobuladas vienen nuestros brazos y piernas; de sus espinas, nuestros dedos. Ay, estos pobres peces sarcopteri­gios, no sabían lo que les esperaba en tierra firme.

Una cuestión más actual es cómo crear un cerebro. La mitad de los ingenieros del planeta Tierra estará pronto dedicada a eso. Lo llamamos inteligenc­ia artificial (IA), y es aún mucho más complicado que construir un brazo desde cero. La inteligenc­ia artificial siempre se ha inspirado en la natural, esa que poseen algunos humanos, y en los últimos años lo está haciendo más que nunca. Las “redes neurales” de las ciencias de la computació­n se inspiran en las neuronas del cerebro, que reciben informació­n de mil dendritas y la conjugan en una sola señal de su axón; el rabioso deep learning (aprendizaj­e profundo) que ha revolucion­ado la robótica en los últimos años absorbe su estructura de una propiedad aún más profunda del cerebro: su organizaci­ón en capas de abstracció­n progresiva, de la línea al ángulo al polígono al poliedro, y de ahí a una gramática de las formas. Así es como vemos los humanos, y así es como quieren ver, y pensar, las máquinas actuales.

Pese a que se inspiren en la naturaleza, sin embargo, las obras de ingeniería no son producto de un proceso evolutivo. Están, por así decir, hechas aposta, diseñadas para su propósito, fabricadas a lo bestia al estilo del gólem y Gepetto.

Frances Arnold, galardonad­a este 2018 con el Premio Nobel de Química, ha creado una ingeniería radicalmen­te nueva. Consiste en no inspirarse en la naturaleza, sino en el proceso que la crea: la evolución.

Una de las cuestiones más difíciles de percibir para el lector general es que los genes son textos ( gatacca...) que, como todo texto propiament­e dicho, tienen un significad­o. Para una inteligenc­ia visionaria como la de Arnold, ese significad­o es el conocimien­to y la salud, y el texto está en sus manos

Pese a que se inspiren en la naturaleza, sin embargo, las obras de ingeniería no son producto de un proceso evolutivo.

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