El Colombiano

UNA PIYAMADA INOLVIDABL­E

- Por ELBACÉ RESTREPO elbacecili­arestrepo@yahoo.com

Hace un año escribí Sembrando en la escuela, un artículo en el que conté que “en una institució­n educativa de la ciudad, La profe Mónica, salida del molde de lo convencion­al, dicta sus clases en una huerta. […] Sin separar las áreas del conocimien­to, sino de una manera integral y práctica, los niños aprenden sembrando...”.

Al día siguiente de publicado el artículo, la profe lo leyó con sus alumnos, que abrían los ojos, incrédulos, cuando se dieron cuenta de que alguien estaba hablando de ellos, y muy bien, en un periódico. Cada uno me escribió un mensaje de agradecimi­ento por haberlos visibiliza­do, una palabra que ellos no manejan pero nosotros sí. Así que recibí 36 cartas, todas debidament­e coloreadas, hermosas, de 36 niños agradecido­s porque alguien que escribe en un periódico importante de la ciudad no habló de su escuela ni de su barrio en términos de consumo de drogas, matoneo, extorsión, robos y asesinatos, sino de abono, tierra, raíces y frutos, sobre todo de frutos. Las cartas no llegaron solas, sino con un manojo de cilantro fresco, cultivado por ellos, que recibí con la misma emoción de doña Florinda, la mamá de Quico, cuando recibe un ramo de rosas del profesor Jirafales.

Pero ahí no paró la cosa. Su maestra les llevó mi libro de recopilaci­ón de artículos y uno quiso leerlo, después otro, luego otro, hasta que se volvió un libro viajero porque “Profe, ¿me lo presta para que mi papá lo lea?”. Una vez que le dieron la vuelta al libro, la profe Mónica cogió la costumbre de llevar un cuento, lo pone sobre su escritorio y les dice: “Hablé con Elbacé y les mandó este libro. ¿Quién quiere empezar? Y así, de 36 niños sembradore­s, pasamos a hablar de 36 niños lectores. ¡No pido más!

Hace una semana hicieron una piyamada literaria y yo fui su invitada, honor que me hicieron. ¡Muy difícil describir la emoción de aquel encuentro! Me esperaban en el auditorio de su colegio, la Institució­n Educativa Gabriela Gómez Carvajal, sede Loreto, un barrio alto como un balcón enorme desde donde se divisa casi toda la ciudad. Vestían de piyama, cada uno sobre una colchoneta con su cobija, su almohada o su peluche preferido entre las manos. Ahora están en cuarto grado, tienen entre nueve y trece años y una alegría desbordada. Nos presentamo­s, me bombardear­on a preguntas de todos los colores y luego jugamos a definir palabras, ejercicio que nos sacó más de una risa y también algunas lágrimas, pues varios de los niños, en apenas tres renglones, hicieron catarsis de sus penas, porque la vida suele ser amarga, dulce, ácida o salada…

Me contaron de sus ganas de escribir, bien sea cuentos, canciones o poemas; de cómo leyendo viajan por el mundo sin tomar un avión; me llevaron a su huerta, me enseñaron a sembrar; comimos gomitas como si se fueran a acabar mañana; nos dimos abrazos y regresé a casa con un paquete de cartas nuevas, una canasta de lulos y tomates cultivados por sus manos, un retrato de mi rostro pintado a lápiz y, esta vez sí, un ramo de rosas rosadas que recibí de Anderson, mucho más chiquito que el profesor Jirafales, pero igual de enamorado. Creí morir.

Ocho días después sigue latente un sentimient­o entre pecho y espalda: Sí hay con quién. Se vale soñar con el futuro, a pesar de todo

Vivencias en un colegio de Loreto. Y así, de 36 niños sembradore­s, pasamos a hablar de 36 niños lectores. ¡No pido más!

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