MONARCAS ASIRIOS EN ITUANGO
El domingo anterior EL COLOMBIANO publicó un uniforme sobre el VI Festival de Cine de Ituango. La foto principal, a cuatro columnas, fue cinematográfica por derecho propio.
Jaime Pérez la tomó desde atrás de los espectadores, con la pantalla al frente. En esta rueda una película, aunque la verdadera película la protagonizan las espaldas y cabezas de tres figuras humanas, venidas de otra dimensión.
No se ve ni un centímetro de piel, se ignora su sexo, edad o estatura. Podrían ser personajes arrancados de la antigua Persia o de alguna aldea palestina de hace dos mil años. ¿Cómo aterrizaron en la sala de exhibición del dramático Ituango? ¿Por qué conservan una túnica y velo rojo, coronados por som- breros cilíndricos carmelitos, uno de ellos rodeado por cintas de todos los colores que caen atrás como cola de caballo?
El texto del enviado especial Ricardo Monsalve alude de paso a “varios indígenas de la comunidad jaidukamá”. No es la primera vez que semejante aparición irrumpe en la prensa antioqueña. Y no debe de ser casual que el atuendo descrito se pasee por las páginas de la capital de la moda colombiana, así sea como adorno de folclor.
Pues bien, las imágenes de esta etnia embera katío son dignas de deslumbrar al mundo, ávido de novedad y estéticas ocultas. Pero lo más notable es que la vestimenta de estos indígenas de montaña no es una elegancia de día festivo o de ceremonia ocasional.
Por el contrario, la usan en todas las actividades de su vida cotidiana, en la cocina, al lado de la mula cargada, en la cancha de fútbol, encima de las botas pantaneras con las que atraviesan su resguardo del Nudo de Paramillo en el norte de Antioquia. Aquí y allá, hombres, mu- jeres y niños flotan en sus mantos chispeantes y se coronan con los cilindros que les añaden diez centímetros de talla.
También se pintan la cara con rectángulos verticales rojos. Todo ese fulgor, para parecerse al sol y para demostrar que son diferentes de los demás ciudadanos de este país en mortajas.
A juzgar por su atavío, los jaidukamá hacen de sus vidas un festejo perpetuo. Lo cierto es que su gala de monarcas asirios les confiere a las calles citadinas un aire de misterio y goce encapsulados. Hay que agradecerles simplemente por existir y resistir. Por ser embajadores de milenios en desuso
A juzgar por su atavío, los jaidukamá hacen de sus vidas un festejo perpetuo. Su gala de monarcas asirios les confiere a las calles citadinas un aire de misterio.