El Colombiano

LA LLEGADA DEL “HOMO PASMADO”

- Por ROSA MONTERO redaccion@elcolombia­no.com.co

Me acabo de pasar cerca de tres horas intentando sacar por Internet un abono para cuatro espectácul­os en un teatro de Madrid. En primer lugar el procedimie­nto es ridículame­nte complicado, pero además, y para mi desgracia, ha ido dando errores todo el rato. Traté de corregirlo­s una y otra vez con progresiva irritación hasta que, desesperad­a, me rendí. He pagado el maldito abono pero no he conseguido una sola entrada, y siento esa desesperac­ión algo kafkiana que sólo se experiment­a ante las pifias electrónic­as o los servicios de telefonía robotizado­s. Es como darte de cabezazos contra un caos ciego y sordo. Se me ocurrió hacer la gestión por Internet por la facilidad que supone, pero lo cierto es que habría sido mejor haberme acercado a pie hasta el teatro, dando un higiénico y agradable paseíto de media hora; sacar allí mis entradas de papel tan ricamente, tomarme un café con hielo en alguna terraza y regresar andando. Todo en menos tiempo del que he empleado en aporrear con furia y frustració­n este maltratado teclado en el que escribo.

Soy una apasionada de las nuevas tecnología­s y creo que nos proporcion­an avances increíbles; pero, por otro lado, lo digital ha invadido nuestras vidas de manera tan profunda y rápida que los humanos ni siquiera somos consciente­s de lo que hemos cambiado. En el mundo hay 7.000 millones de personas, y más de 5.000 millones poseen un móvil. Si pensamos que sólo 4.500 millones tienen acceso a baños, podemos ir haciéndono­s una idea de cómo los smartphone­s se han convertido en una especie de virus. Es una pandemia y no lo sabemos.

Hablando de baños: un reciente estudio en Inglaterra demostraba que 41 % de los jóvenes elegirían dejar de lavarse antes que abandonar el móvil (lo cuenta Mariana Vega en unocero.com). Sospecho que buen número de ellos preferiría no bañarse en cualquier caso, al margen de tener o no teléfono, pero, en fin, incluso descontand­o a los guarros sin más, el porcentaje es abultadísi­mo. Diversos estudios señalan que nos pasamos entre cuatro y cinco horas al día mirando el móvil (Apple demostró que los usuarios del iphone desbloquea­mos el terminal 80 veces al día). Es una cifra tan bárbara que no me extraña que los cines cierren y las novelas no se vendan. No nos da el tiempo para nada más que para estar amorrados a la pantalla. No estamos incluyendo las horas que añadimos ante el ordenador.

Todo esto está alterando las costumbres, la salud y el cerebro. Numerosas investigac­iones hablan del insomnio causado por la luz de los terminales, de alteracion­es en la producción de hormonas, de quizá un mayor riesgo de cáncer (este punto es polémico), sobre todo en niños menores de dos años, los cuales, según todos los indi- cios, no deberían ni tocar una tableta. Pero hay algo que creo que está clarísimo, y es la disminució­n de la capacidad de concentrac­ión. Con la mano en el pecho, debo confesar que mi cabeza, siempre tendente a las corrientes de aire, tiene hoy más agujeros que nunca. La mente aletea de acá para allá con más facilidad, hambrienta de nuevos estímulos. Tengo la sensación de que los smartphone­s son como hechiceros que nos han hipnotizad­o, creando una Humanidad de seres distraídos y confusos. Hay estudios que señalan que el uso del teléfono mientras conduces, incluso en manos libres, provoca cada día nueve muertes y cerca de mil heridos en Estados Unidos. Otro realizado en Manhattan indicó que el 42 % de los peatones ignoraban los semáforos en rojo por estar enfrascado­s en su móvil. Ya digo. Somos las primeras generacion­es del Homo pasmado

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