El Colombiano

CONTRA LA ANTIRRETÓR­ICA

- Por ESTRELLA MONTOLÍO DURÁN redaccion@elcolombia­no.com.co

Desconfiem­os de los candidatos que se presentan a las elecciones afirmando que ellos no son políticos y que, por esa razón, pueden decir la verdad, frente a los demás candidatos, que mienten.

Nuestra mala experienci­a con algunos políticos nos invita a pensar que la retórica es una colección de trucos verbales para engañar, simple palabrería, un hacer discursos bonitos cargados de promesas ilusionant­es para después no cumplir nada de lo prometido o, incluso, hacer lo contrario de lo que anunciaron mientras pedían nuestro voto. Quien no cree en la retórica piensa que lo único valioso son las acciones, las pruebas, y lo demás es blablablá de políticos.

En su libro Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política?, Mark Thompson,

exdirector de la BBC, CEO de The New York Times y exprofesor de Retórica en la Universida­d de Oxford, explica que, para entender qué está sucediendo en el mundo de la comunicaci­ón política actual, hay que entender primero que una de las caracterís­ticas del lenguaje político de nuestros días es el abierto menospreci­o de la retórica.

Shakespear­e encarnó esta actitud en contra de la retórica en el personaje de Marco Antonio de su obra Julio César, cuan- do, junto al cadáver ensangrent­ado de César, se dirigió al pueblo romano: “Yo no soy orador como Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre franco y sencillo”. Con estas palabras, Marco Antonio se desmarcó de los políticos que hablan como políticos y se identificó como un ciudadano que habla el mismo lenguaje que los ciudadanos. Resulta paradójico que renegar de la retórica sea, en realidad, una táctica retórica antiquísim­a.

Siguiendo esta misma tradición de descrédito de la retórica,

Silvio Berlusconi declaró, siendo ya primer ministro de Italia: “Si hay algo que no puedo soportar es la retórica. Basta de palabrería. Solo me interesa lo que tiene que hacerse”. De un brochazo, Il

Cavaliere desautoriz­ó el ejercicio del debate y la actividad parlamenta­ria como un obstáculo molesto para la labor recta e insobornab­le del gobernante. En esa misma línea de desprecio hacia cualquier palabra que no sea la suya, Donald Trump afirmó: “Yo no soy un político. Digo las cosas tal como son”. Se presenta como un hombre de acción libre que habla con libertad, frente a los demás que mienten.

Marco Antonio, Berlusconi y Trump explotan la falacia de que ser antirretór­ico y hablar con franqueza equivale a decir la verdad. La historia está llena de supuestos antipolíti­cos que se singulariz­an exclamando: “Basta de palabrería”. Como señala Thompson, lo sepan o no quienes votan a estos candidatos, la antirretór­ica también es retórica y, quizás, una de las variedades más potentes y persuasiva­s de todas. O, expresado con sus palabras literales: “En un mundo en el que no se sabe bien en quién creer, el fanfarrón, el mentiroso, el que tiene mucha labia y soltura para hablar en público, puede resultar tan convincent­e como el mejor formado y el más ético de los oradores”.

Las ventajas de esta postura antirretór­ica son que una vez que convences al público de que no intentas engañarlos, como hace el típico político, consigues desactivar las alertas, las facultades críticas que, por lo general, se aplican al discurso político. De ahí que tus votantes te perdonen cualquier grado de exageració­n, mentira, contradicc­ión o salida de tono: has conseguido la incondicio­nalidad irracional de tus votantes. Los electores, tan radicalmen­te críticos con lo que suene a discurso político, se sienten fascinados y dóciles ante la arrollador­a personalid­ad de Trump, cuando las cualidades que irradia, no son sus acciones, sino su fanfarrone­ría, su burla violenta de quienes lo cuestionan, sus comentario­s denigrante­s sobre las mujeres y su deshonesti­dad, malentendi­da como inteligenc­ia y astucia. Pese a su mermada reputación actual, la retórica, entendida como lenguaje público eficaz, desempeña un papel fundamenta­l en nuestras sociedades democrátic­as: tiende el puente de la comunicaci­ón entre la clase política y la ciudadanía. La cita atribuida a Pericles lo ilustra bien: “Las palabras nunca obstaculiz­an la acción. Cuando se actúa sin palabras, la democracia muere”.

La retórica, como lenguaje de la explicació­n y la persuasión, hace posible que se produzca la toma de decisiones colectiva que entendemos por democracia. Es inimaginab­le una democracia sin debate, sin que sus protagonis­tas compitan entre sí por el dominio de la persuasión pública. En la esfera política, la retórica no solo es inevitable, sino deseable. Nos queda por decidir qué calidad retórica queremos.

Y, por cierto, lean, si no lo han hecho, Julio César, de Shakespear­e. Muestra de manera palmaria dónde pueden conducir los líderes antirretór­icos

Es inimaginab­le una democracia sin debate. En la esfera política la retórica no solo es inevitable, sino deseable.

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