ANÁLISIS Pablo VI, sube a los altares
La canonización de Pablo VI significa presentar la necesidad de asumir el espíritu del Concilio Vaticano II, que nos lleva a ver en la apasionante y dolorosa aventura de la humanidad, en las características y pretensiones del mundo contemporáneo, tantas veces en contravía de la Iglesia, signos de Dios sobre lo que debemos ser y hacer. Es decir, un llamado a renovar la Iglesia para que sepa interpretar las aspiraciones de las personas y los pueblos, ayude a integrar éticamente los logros de la técnica y de la ciencia, pueda acompañar la humanidad en la conquista de la verdad y la fraternidad. Sigue siendo una tarea impulsar la reforma espiritual, comunitaria y misionera de la Iglesia en el mundo contemporáneo, que vislumbró Pablo VI con el Concilio. Una Iglesia humilde, servidora, que se acerca a todos, que dialoga e invita con sencillez a acoger la propuesta humanizadora y audaz del Evangelio. Una Iglesia vigorosa formada por hombres y mujeres que se han convertido realmente en discípulos y misioneros de Jesús, que saben vivir en comunidad, se empeñan seriamente en la construcción de una sociedad justa y solidaria y se lanzan al futuro en la esperanza de la vida eterna. Para lograrlo, san Pablo VI vio claramente la necesidad de una nueva y profunda evangelización. Sentía la urgencia de recorrer todos los caminos del hombre y del mundo para presentar a Cristo, luz y vida de la humanidad. Realizaba así, dentro de su propia originalidad, las intuiciones proféticas de san Juan XXIII y preparaba el pontificado carismático y misionero de san Juan Pablo II. No podemos sino bendecir la sabiduría de Dios que nos ha conducido de esta manera y corresponder con un compromiso serio de conversión, de comunión y de trabajo apostólico. Hoy, Pablo VI aparece como el guía intrépido y prudente.